sábado, 27 de febrero de 2021

Cuando escuchás cantar a Dios - AMADEUS

Salieri, el tipo que odia a Mozart, dice que la primera vez que tuvo en sus manos una partitura de Mozart vio que “era evidente que no componía, que tenía toda la música ya compuesta hasta en los ínfimos detalles dentro de su cabeza. Este pobre patán, este joven inconsistente, esta pobre persona, escribía algo maravilloso como si alguien se lo dictara”. 

Luego, en otra escena el emperador amonesta a Mozart por estar trabajando en una ópera que no respetaba el canon establecido. 

Mozart insiste, hasta que el emperador Josef II del Sacro Imperio Romano Germánico se impacienta y manda echarlo. Entonces Mozart dice: "Su Majestad, usted está en lo cierto, yo soy un hombre vulgar, pero mi música no lo es”.

Al fin, la ópera es estrenada (Las bodas de Fígaro). Salieri le desea la muerte desde el fondo de su existencia.

En el teatro, Salieri se dice a sí mismo: “Este pusilánime... este maldito... Dios habla a través de él”.

Luego repetirá aquel sentimiento tan íntimo como un pecado inconfeso toda la vida, ante alguien, “Dios hablaba a través de él”, y la luz, y el lugar y la expresión de Salieri en la composición de la escena, convocan algo. Algo debe suceder, de algún modo debe resolverse el violento conflicto de Salieri, de desearle el mal a quien admiraba hasta la adoración. 

Y entonces aparece la música. 

Uno siente que todo lo que está sucediendo sólo existe para recibir la música que empieza a sonar.

Parece sonar desde adentro de uno, e hipnotiza, y va subiendo en volumen hasta ganar todos los espacios de la realidad. 

Y entonces uno sabe que Salieri dice la verdad, eso que ha compuesto Mozart es la música de Dios.

Disfruto la música de Mozart, pero jamás me causó tanto placer como en las escenas de la Amadeus de Milos Forman.

Podría pensarse que Dios usa al checo Forman para que haga aparecer a Dios usando a Mozart.

Su película es más que una obra maestra: provoca un encuentro con aquello que no puede explicarse, y ese encuentro es infinitamente gozoso.


viernes, 26 de febrero de 2021

Los veintitrés minutos

Un hombre muere en el hospital.

Un médico hace el diagnóstico de muerte, un enfermo lo tapa con la sábana hasta la cabeza, se inicia el papeleo.

Pero a los 23 minutos vuelve.


Rápidamente se reprime el alboroto entre los familiares más cercanos y los profesionales de la clínica involucrados, el hombre se repone y se va a su casa. 

Con el tiempo, retoma su vida normal.

Es el mismo de antes, pero a medida que pasan los días siguientes empieza a notar algunos cambios.

Esto lo angustia y decide consultar a un psicólogo.

En la charla con el psicólogo, lo más claro que puede decir es que en esos 23 minutos dejó algo de su vida anterior, algo de quien era él antes, pero no puede identificar cuáles son esas cosas perdidas.

Piensa que ser otra persona es reconstruirse con piezas que faltan de un modo absoluto: desaparecieron sin dejar rastro, ni siquiera el recuerdo. 


jueves, 25 de febrero de 2021

Los chinitos de la ESTELA

En Revista NOBA, San Nicolás, 25 de febrero de 2021



En sus últimos años, el chino Lo Yuao se daba a recordar sus primeros días en San Nicolás.

— La mañana que llegamos hacía mucho frío. Yo no conocía el frío…

— ¿Cómo? —lo interrumpí— He visto fotos de paisajes nevados de tu país.

— China es inmensa. Hay lugares que se tapan de nieve durante muchos meses, pero en el lugar de donde yo vengo, siempre es verano. Aquella mañana me aparté de los demás y caminé por el campo que rodeaba el lugar donde íbamos a construir la fábrica. De golpe, vi que había algo que largaba humo desde atrás de una planta. Me quedé quieto. Era un animal enorme, que me miraba con su ojo redondo y negro y echaba humo por la nariz. “¿Cómo —pensé-— vengo a encontrar un dragón tan lejos de China?” ¡Pero era un caballo! —dice, se echa a reír y al fin agrega: —Yo nunca había estado cerca de un caballo.

Aquella mañana fue una mañana de 1954. Lo Yuao había llegado en un barco desde Hong Kong con otros treinta chinos muy jóvenes, para instalar la fábrica textil ESTELA (Establecimiento Textil Latinoamericano S.A.), en la Ruta 9, entre la ciudad y el Arroyo del Medio.

Cuidaba los intereses de los inversores chinos el señor Bobby Djeu, un hombre firme como una roca. Fue el primero en casarse con una argentina. El matrimonio tuvo cuatro varones; Pablo, el mayor, nació a fines de los años 1950, treinta años antes de que llegara a la Argentina la ola migratoria de chinos de la provincia de Fujian que habría de llenar el país con supermercados indispensables. 

Bobby Djeu llevó a Pablo a China cuando era niño y Pablo volvió con un fabuloso barrilete en forma de águila. Cuando su familia se mudó a Estados Unidos, él se quedó en San Nicolás, donde se convirtió en un prestigioso odontólogo y un tenista sobresaliente.

El más jovencito del contingente era Ng Ping-Yip, que llegó con 17 años. Sería mi padre, y el de mi hermana Ana Luisa, que también se quedaría en San Nicolás. Entre los hijos que aquellos chinos dieron a esta tierra, sólo ella y Pablo echarían raíces en la ciudad a la que llegaron sus padres desde las antípodas del planeta.

Ng Ping-Yip también se casaría con una argentina, Celia Lorenzo, como hicieron Ng Puitong, Pum el Petitero, el Petiso Pum y Chang, el que se hizo taxista.

Ng Ping-Yip se mudaría a Nueva York, donde abriría un restaurante y luego se dedicaría al comercio. Con 84 años, hoy es quizás el único sobreviviente de los chinitos de la ESTELA. Casi todos los demás migrarían, como él, a Estados Unidos o a Canadá. Cuando salieron de Hong Kong no buscaban la Argentina, sino la América. De hecho, Lo Yuao, aquel que se encontró con un dragón, no comprendía por qué la gente de acá no hablaba inglés, porque cuando le dijeron que iban a Sudamérica, él entendió que era el Sur de América, la región de los Estados Unidos donde vivían los que pelearon en la guerra civil contra los yanquis del norte. Lo había visto en la película Lo que el viento se llevó. Casi todos los que llegaron terminaron rectificando el rumbo y al fin se dirigieron a la América soñada, porque habían abandonado su tierra en busca de la prosperidad, y no tardaron en descubrir que no la encontrarían en Argentina.

Algunos se quedaron un tiempo más porque se casaron, se aquerenciaron o comprendieron que aquí no serían ricos, pero que la vida no estaba tan mal. Entre estos estaba Lo Yuao.

Lo Yuao era un chinito diminuto con deditos de pájaro y un cuerpo tan sutil que aparecía y desaparecía sin que nadie se diera cuenta. Había quedado huérfano al nacer y vivió su infancia en una región sojuzgada por los japoneses, la guerra y el hambre. 

— No necesito nada. Casi no necesito comer. Este lugar tiene más espacio del que necesito —decía, mostrándome su departamento en el que apenas cabía una cama angosta, una mesa y un ropero flaco. 

Nunca le había quitado el sueño hacer fortuna. No formó familia, ni tuvo hijos. Había nacido artista. En San Nicolás aprendió a tocar el piano (practicaba en el piano de la casa del Doctor Martínez Echeverría), cantó en el coro de la Asociación Cultural Rumbo y puso una casa de fotografía con su compinche Ng Ping-Yip. Fue la “Casa Hong Kong”, en pleno centro de la ciudad. Cuando se mudó a Buenos Aires, se hizo pintor y acabó su vida trazando obras maestras de tinta china sobre papel de cocina. No tenía dinero para comprar papel artístico.

Fue un bohemio, rodeado de artistas con los que escuchaba tango y jugaba al ajedrez. Cuando por algún milagro alguien conseguía dinero, invitaba a los demás a cenar a una cantina de La Boca. El resto del tiempo se prestaban unos a otros lo necesario para comer o pagar un exiguo alquiler en la pieza de una pensión.

Cuando Lo Yuao fue viejito, no quise mostrarle las fotos que tomé de las ruinas de la fábrica ESTELA. Tenía el alma fuerte, pero para qué le haría ver en qué había terminado aquello que había emprendido con sus antiguos paisanos. 

Los recuerdos de los primeros años en San Nicolás le seguían alegrando los días. Siempre tenía una anécdota. Una noche que lo acompañé con su barra de artistas a una milonga donde las parejas bailaban bajo tubos fluorescentes, contó de un carnaval en la calle Mitre. 

Con los demás chinitos habían comenzado a ir a la pileta del club Belgrano. Entradores, los argentinos los incorporaron como amigos. Les presentaban chicas, les pedían que les enseñaran a jugar al ping pong, los invitaban a los picnics de rock’n’roll en el parque Strougamou. Cuando llegó el carnaval, Lo Yuao y los demás chinos contemplaban el corso desde su balcón en el primer piso del hotel donde vivían, arriba del Distrito Militar, sobre la calle Mitre. Estaban extasiados con la marcha de las comparsas, la muchedumbre bochinchera, las mascaritas que pasaban tirando agua con un pomo, el papel picado, la música estridente, las serpentinas y las señoritas argentinas, tan bien nutridas.

En un momento sucedió algo inesperado. Varias de las señoritas vestidas de lentejuelas, zapatos con tacones gigantes y enormes plumas de colores, se quedaron paradas mirando hacia el balcón, y de repente empezaron a vivar:

— ¡Lo Yuao! ¡Lo Yuao! ¡Lo Yuao!

Lo Yuao y los chinitos quedaron completamente atónitos, hasta que descubrieron que las señoritas no eran sino los amigotes de la pileta disfrazados y vivando su nombre como si estuvieran en una cancha de fútbol.

Lo Yuao aún se reía. Sus ojos brillaban y se le hacían unas hermosas arrugas en su cara inocente. Si lo hubiese mirado bien, habría visto a los muchachotes disfrazados de mujer reflejados en su retina. 

— Fue un momento feliz —decía.


lunes, 22 de febrero de 2021

Los memes son la respuesta


Ya bien entrado el siglo XXI, resulta un poco asombroso recordar el momento del siglo anterior en que el periodismo empezó a ser acusado de reemplazar al Poder Judicial.

Los medios de comunicación comenzaron a ganar más poder para condenar o perdonar a una persona, un gobierno, una empresa o una institución, por sobre el Poder Judicial.

Entre muchos otros, los fundamentos de ese poder eran la confiabilidad de la información y la consistencia lógica de la afirmación.

La solidez de las conclusiones se basada en hechos comprobables relacionados de modo coherente.


Ya bien entrado el siglo XXI, recordar aquellos dos cimentos causa risa: son perfectamente desdeñados.

Muchos periodistas con larga experiencia, que durante gran parte de su carrera se esforzaron en publicar con lógica irreprochable sólo aquello que estaba documentado o podía ser probado, ahora son los maduros bronceados de cama solar y lentos oscuros, que visten pantalones ajustados y tienen en la punta de la lengua la frase: “¡Pero te quedaste en el pasado! ¡Eso ya pasó de moda!”


Lo que define a la postverdad es que la conclusión a la que se llegaba, ahora es la premisa. O sea, aquello que debe ser tomado sin discutirlo, sin cuestionarlo, tal como es.

Ya no son necesarios ni datos comprobados ni una ilación lógica para fundamentar lo que se dice.

En todo caso, se manotean datos que sirvan y se desecharán datos que contradigan. 


Se llega a esta brutalidad entre otras cosas porque los medios de comunicación (igual que el Poder Judicial) se fueron haciendo menos y menos confiables.

Si antes “está en el diario” o “lo dijeron en la radio” era la garantía de que una afirmación era confiable, ahora no vale nada. 

“Clarín miente”.

“C5N es Cristina 5 Néstor”.


Como nada es confiable, se elige “creer” aquello que, por algún motivo, satisface más.

Una versión de la realidad puede ser preferida a otras por la emoción que causa, por el placer que provoca su conflictividad, porque cumple mi deseo (el deseo de pertenecer a un sector social más alto está muy fuerte), porque me conviene, porque es algo próximo a mí, y sobre todo, porque confirma lo que yo quiero.

“Me”, “mí”, “yo”: las razones por las que se elige una determinada versión de la realidad está siempre centradas en lo individual. 

Se elige lo que me conviene y en contra de la sociedad.

El interés social, el bien común, son ignorados de un modo agresivo. La política es odiada.

El individualismo es absoluto.


Esta es la herencia que le estamos dejando a nuestros hijos.

Observo a mis chicos, que son chicos promedio. 

Ignoran que existen los diarios, jamás escuchan la radio, la televisión no es parte de su mundo. 

¿Cómo se enteran de lo que sucede en la realidad?

Asumiendo que la realidad no les interesa, se enteran por memes.

Todo lo saben por memes.

En los memes encuentran los hechos y su interpretación —de lo cual, además, desconfían.

Esa desconfianza, surgida de las sospechas que le causan los viejos que mienten mientras declaman “¡esto es verdad!”, se convierte en socarronería, en humor decontracturado y ácido.


La revista Barcelona se adelantó bastante a esto.

Ya bien entrado el siglo XXI, es de esperar que en no mucho tiempo La Nación, Clarín, Página 12, Perfil, Tiempo Argentino, etcétera, sólo publiquen memes por redes sociales.



sábado, 13 de febrero de 2021

La lección de la Rata


Los chinos recuerdan otros años de la Rata calamitosos. La primera Guerra del Opio, que sometió a China a la humillación, irrumpió en el año de la Rata de 1840.

En el año de la Rata de 1900 los Boxers, un grupo de patriotas chinos fue aplastado cuando intentaron liberar a su país del dominio de Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón, Rusia y Austria —además, en represalia, esta coalición de países le cobró a China una fortuna durante 39 años. 

En el año de la Rata de 1960, una conjunción de causas naturales y humanas sometió a la población china a una hambruna que mató a una cantidad indeterminada de personas, que podría superar los 30 millones.


Es cierto que, entre las muchas cualidades de la Rata, está la falta de clemencia.


Cuando esa falta de piedad se combina con la necesidad de la Rata de hacer contacto con los últimos límites, usando como paragolpes su mente, su alma y su cuerpo, el choque puede ser dramático y sin límites. 

La Rata no tiene límites. 

La catástrofe no la asusta; el apocalipsis tiene para ella una electricidad que no le resulta ajena. 

Difícilmente falte una cuota de devastación cuando una Rata es lo suficientemente poderosa como para lanzarse a poner frente a sus ojos el semblante de la Verdad.


La decisión de la Rata fue poderosa en el 2020. 

Montada sobre una pandemia, la Rata del 20 desnudó cómo el capitalismo en su versión más inhumana está matando como un cáncer a las sociedades que domina.

Reveló la brutalidad y perversidad de líderes planetarios.

Demostró que los sistemas de salud y los laboratorios no tienen otro objetivo que abusar de las masas humanas como si fueran ganado, y jamás la intención de que estén saludables.

Evidenció que el “concierto” de las naciones es incapaz de un acuerdo mínimo frente a una amenaza.

Exhibió el modo en que las economías de todo Occidente son los más despóticos totalitarismos que tuvo la Humanidad en su historia, funcionando como un sistema en que un puñado de poderosos sobreexplotan los recursos naturales y las personas, impidiendo que las sociedades puedan decidir cualquier aspecto de su destino con un mínimo de democracia y solidaridad.

Terminó de quitarle el disfraz de Gran Benefactor de la Humanidad a Estados Unidos y Europa, que se arrogan el derecho de ir a tirar bombas desde aviones y de mandar muchachos a matar viejos, mujeres y niños en Afganistán, Níger, Siria, Yemen, Somalía, Irak, en defensa de valores que no garantizan dentro de sus fronteras.


Todo eso y mucho más nos ha mostrado la Rata.

Para eso usó su irreverencia, su incisividad, su inteligencia, su necesidad de conocer la verdad y su bravura. 

No tengan dudas de que ella fue la que peor la pasó.

Y no hay modo de poner en evidencia una verdad espantosa sin que haya algo de sufrimiento.

Estas verdades duelen.


Culpar a la Rata por esas verdades tiene algo de infantil.

Quizás es ponerse en la posición del niño privilegiado que se siento con derecho a que todos los demás lo consientan. “La Rata me lastimó, mala la Rata”.


Parados en otra posición podríamos valorar que la Rata haya hecho caer algunas caretas gigantes.

Más aún, podríamos agradecerle, incluso si no buscó beneficiar a los demás al sincerar las cosas.

Podríamos agradecerle, atrevernos a mirar los ojos horribles de esta realidad desenmascarada, como hace la Rata, y tomar consciencia.

Podríamos aprovechar el tormentoso desasosiego de la Rata para aprender una lección para siempre.


En la orilla

En la literatura popular de muchos pueblos aparece la figura del artesano mágico. Hay zapateros prodigiosos, tejedoras que crearon montañas, tejedores de alfombras voladoras y recordarán al constructor de jaulas de García Márquez. 

Esas historias expresan la maravilla por lo que puede crear la mano del hombre, encarnada en las personas que se dedican con mucha resolución a un trabajo.

Alguien contará alguna vez la increíble vida de Javier Tisera. Cuando enraizó esa vida en San Nicolás, ciudad donde nació, terminó de hacerse leyenda.

Entre otros prodigios que han salido de su empeño hay medios de comunicación. Javier no trabaja para ganar plata, ni poder, ni para ser leyenda: hace las cosas que hace porque le gusta hacerlas.

Ha labrado esta revista NOBA.

Tuvo la generosidad de invitarme a colaborar y escribí siete aguafuertes surgidas de mi memoria, antes de que termine de disgregarse.

Ayer salió mi primer relato. Se los comparto.


*      *      *



En la orilla

El agua atrae, el agua se lleva. Trae tragedia, se la lleva, y la vida queda marcada, pero sigue, como después de que alguien muere.

Como mi bisabuelo trabajaba en Vialidad Nacional, manteniendo la Ruta 9 desde el cementerio hasta el Arroyo del Medio y el puente sobre el arroyo, le dieron un terreno cerca del puente. Después, mi abuelo vivió solo allí, y cuando yo era niño me llevaron a que me criara con él. Cuando hice la escuela secundaria, nos hacíamos la rata con Pablo Makovsky para ir a pescar cerca de la casa en las mañanas de invierno. Yo necesitaba tener un lugar mío en el pueblo y Pablo necesitaba leerle sus poemas a alguien. Mientras amanecía y aparecía la niebla blanca sobre la superficie del agua, se escuchaba la grave voz de mi amigo poeta mientras yo sacaba algún bagre, allí en la base de la barranca, que tenía un gran árbol de mora arriba.

Una mañana le repetí una historia que me había contado mi abuelo. En una isla frente a El Tonelero, un polaco que había estado en la guerra peleó dos días para sacar un maguruyú, el pez más grande y bravo que dominaba el Paraná y se metía en los arroyos afluentes. El hombre quedó agotado. Sus perros siguieron peleando con el pescado como si estuvieran frente a un demonio. En un momento, el polaco se extrañó de que los perros se hubieran callado y cuando fue a ver, todos habían huido y el más grande estaba partido en dos dentro de la boca del monstruo.

“Era grande como una canoa, y me mató el mejor perro”, dijo mi abuelo que dijo el polaco, que vivía solo y tomaba alcohol de quemar.

Nos preguntamos con Pablo si habría un manguruyú dentro de las aguas del arroyo que estábamos mirando, y nos quedamos callados.

El tiempo se llevará ese momento, pero también quedará para siempre.

Una vez el arroyo se desbordó descontroladamente y se metió más de un metro y medio en la casa de mi abuelo. El porfió, quería quedarse hasta que el agua bajara, pero los hijos fueron a rescatarlo con un camión. Metieron muebles, máquinas y ropas empapadas en la caja del camión. Uno de los hijos llegó al borde de la ruta nadando, empujando una heladera que flotaba. Dentro de la heladera había metido catorce chanchitos recién nacidos. La chancha estaba con mi abuelo arriba del techo de la casa.

El camión era de un yerno de mi abuelo. Al año siguiente, el yerno fue uno de los muertos de una tragedia en el río Paraná, cuando con otros diez hombres intentaron cruzar en una canoa en medio de una tormenta. La vida de muchas familias se vio alterado para siempre ese día.

El hijo menor de mi abuelo, cuando el Arroyo del Medio crecía, se tiraba al agua. No le decía nada a nadie, sólo se desnudaba e iba. Una vez lo vi. Llovía mucho y hacía mucho frío, y lo vi caminando de espaldas, muy blanco, con una malla negra y su pelo renegrido, casi azul, dirigiéndose al puente maquinalmente, como un soldado. Se trepó a la baranda de cemento y sin prestar atención a nada, se arrojó el agua. Poco después pasó un camión y el puente quedó vibrando.

Es agua trae y se lleva tragedias, y también guarda leyendas. Las tragedias y las leyendas se mezclan en las aguas del río.

Por aquel cuento de mi abuelo, coleccioné historias de manguruyúes. Mi abuelo dijo que era la criatura más inteligente y enorme de todo el Reino del Paraná, algo mucho más que un pez y, quizás, más qué un animal. 

Una historia contaba la lucha a brazo partido de tres boyeros para sacar un manguruyú que encontraron enredado en un trasmallo. Cuando lo sacaron, la bestia miró silenciosa y sin resoplar, a los ojos de cada uno de los hombres, con la mirada dominante de un déspota que nunca fue vencido.

Otro fue abandonado arriba de un terraplén a cien metros del agua para que muriera asfixiado. Lo dejaron dos días con una crueldad cargada de rencor o envidia, pero cuando fueron a carnearlo, aún respiraba. Lo acometieron a puñaladas de facón, a machetazos y hachazos. Sangró como un cristiano y peleó como un yacaré.

Un registro tuvo detalles gracias a que el animal fue pescado en momentos en que había un periodista. El periodista precisó que “se le contaron a este auténtico Rey Fluvial 15 anzuelos de diferentes tamaños, algunos de la dimensión de los ganchos de carnicería, clavados en su gran boca y uno en un ojo. Otros 44 anzuelos llevaba en sus aletas y un número que no llegó a determinarse en toda la superficie de su cuero. Una lanza de hierro de unos 40 centímetros de largo estaba inserta en su agalla derecha y una más, de no menor tamaño, salía de su panza. En su cola tenía enganchados los restos de una enorme trampa de las que se fabricaban hace más de 50 años”.

La última historia no es menos impresionante y también me la refirió mi abuelo. Contaba de un manguruyú que se metió en el Arroyo del Medio y desde el fondo daba saltos imposibles para cazar un perro, una cabra, incluso un ternero que se acercaban a beber. Para acabar con la amenaza, un vecino tiró como boya un tacho de 200 litros y encarnó con una oveja. El manguruyú lo hundió durante dos días. Cuando lo vieron aparecer, lo mataron a balazos entre varios. 

En fin, historias como de ensueño. Leyendas.

El manguruyú que hundió el tacho asustó a los campesinos en la época en que vivía con mi abuelo su hija enfermera. Recién se había recibido en la Cruz Roja de Rosario. Primero un vecino de arroyo arriba, y después otro, de arroyo abajo, requirieron sus servicios. Todas las noches, mi abuelo llevaba su hija remando en la canoa, que era como para siete personas. Iban los dos solos en silencio, ella con la ropa blanca impecable y el botiquín donde tenía todo lo necesario. El único sonido del mundo era el rítmico chapotear de los remos. Mi abuelo se quedaba en la canoa mientras ella atendía. Fumaba, quizás pensado en el manguruyú. Tuvo quince hijos pero aquella era su preferida.


miércoles, 3 de febrero de 2021

La escritura mágica



¿Qué sería una escritura mágica?


Personas fantasiosas han imaginado a lo largo de los siglos todo tipo de magia surgida de la escritura.


Hace más de 50 siglos, el Emperador Amarillo encargó a su ministro Cangjie (仓颉), que inventara un nuevo método de escritura. Cangjie, que era un Sabio, se tomó el tiempo necesario, convocando la inspiración de la Naturaleza. Un día, en una playa vio una extraña ave. Notó que las huellas que la criatura dejaba sobre la arena le eran completamente desconocidas, y esto llevó a su pensamiento a la certeza de que cada ser deja una huella diferente en el mundo. “Ese será el principio de la escritura que me pide el Emperador”, se dijo.


En otro lugar del mundo, la tradición cabalística hablaba del Golem, un ser creado por un rabino a partir de las letras sagradas del Nombre de Dios. En el Libro Yetzirá (Libro de la Creación) se lee que Dios realiza su creación con las 22 letras del alfabeto: “así se cumple entonces que todo lo creado y todo lo hablado procede de un nombre”. 

De esta manera, el hombre rivaliza con Dios en su poder de creación. En el folclore hebreo, Adán es el primer Golem. (Hay un hermoso poema de Jorge L: Borges dedicado al tema*).


Adonde llegó, la Evangelización Cristiana ha empotrado con su Espíritu y su Espada el dogma de que la letra de la Biblia es la Palabra de Dios. El inca Atahualpa pidió una Biblia cuando le dijeron que en ese objeto hablaba Dios y al comprobar que no escuchaba nada, la arrojó lejos. No fueron escasos los castigos sufridos por los americanos por aquella afrenta a la magia divina.


Otro objeto, singular, tendría el poder mágico de solucionar el daño que Dios había causado en Babel con su escarmiento a la soberbia de los hombres: la Piedra de Rosetta, un fragmento de una antigua estela egipcia en la que está inscripto el decreto de un faraón publicado en Menfis, 196 años antes del nacimiento de Cristo. El extraordinario poder de la Piedra de Rosetta está basado en que el decreto aparece en tres escrituras distintas: jeroglíficos egipcios, escritura demótica y griego antiguo. Esto permitió el desciframiento de los jeroglíficos, lo que equivalió a abrir las puertas de una cultura portentosa que había quedado clausurada.


Luego hay fantasías menos absolutas. 

Un texto que cambia solo.

Un texto escrito con una tinta que contiene veneno.

Palabras escritas que se van del papel, se echan a andar, tienen vida en el mundo.

Nombres escritos en un papel que van a parar al freezer o al fuego, o la panza de un sapo al que se le cose la boca, para causarle un efecto a su portador.

El nombre en vasos de un local de Starbucks, la apoteosis del individualismo hedonista.

El poder posesivo del nombre inscripto en una taza, la etiqueta de una campera o un cuchillo.

La identidad que confiere el nombre relacionado con una categoría, en la placa de abogado que los padres regalan al hijo en su graduación, el título junto al nombre en una tarjeta personal, el nombre incluido en la lista de los donantes de una iglesia.

La perennidad que confiere aquello que es grabado para siempre, en una lápida o en un tatuaje.


Pero ¿es necesario que lo que esté inscripto tenga más poder que el de guardar todo lo que producimos, fuera de cada cuerpo y cada mente, para todos los demás humanos, incluidos los que aún no nacieron?

¿Es necesaria una magia mayor que la de compartir la experiencia?

¿Es necesario un poder más extraordinario que el de despertar la fantasía, el de hacer vivir?

¿Hay necesidad de un poder mayor que el de hacer vivir?


Volvamos adonde empezamos, la escritura china. Sus signos no necesitan crear hombres, dotar de eternidad o infundir el dictamen de una divinidad despótica.

Sus signos se entrelazan, crean mundos a partir de una multiplicidad de juegos, que incluyen signos que representan con dibujos las cosas de este mundo (pictogramas), las ideas de los chinos (ideogramas) y otros.

Han sido creados, perfeccionados, retorcidos, metamorfoseados, enriquecidos, en fin, labrados en su uso de miles de años, de la misma forma que lo han sido todas las escrituras.

La china, en particular, contiene creaciones llenas de humor y encanto.

Un modo de escribir el sentimiento de “envidia” combina “cabra”, “agua”, “lejos”, “boca”, convocando la imagen de alguien a quien se le hace agua la boca al ver que, lejos, se está asando una deliciosa cabra.

Un modo de escribir “irrupción” muestra el instante en que un caballo pasa a través de una puerta.

Un modo de escribir “hogar” propone “techo” y “cerdo”: allí donde juntos tenemos comida y refugio. 

Un modo de escribir “ladrido” es poner “boca” junto a “perro”.

Un modo de escribir “bien” asocia “mujer” con “niño”: si el niño está con una mujer, todo está bien.

Un modo de decir “conducción” pone juntos un “caballo” y una “mano”: si la simple mano tiene poder sobre el vigor explosivo del caballo, entonces hay “conducción”.

Alguien de apellido “Yuan”, digamos el “Señor Yuan”, asociado con “animal”, da como resultado “mono”. No es simplemente “animal” y “humano”.

Una manera de decir “mimar” pone dentro de una “caseta”, un “refugio íntimo”, sólo para una criatura, una “cucha”, a un “dragón”. Es un signo cargado de ternura y humor, que no insulta el poder del dragón. En su simpleza, es logradamente rebuscado. Cuidar a un niño, a una mascota, a un anciano, es natural, pero ¿cómo expresar de modo inolvidable que se —usemos esa entrañable palabra de los mejicanos— “apapacha” a alguien? Pues haciendo que ese ser sea el Rey del Cielo, hecho de Fuego y Divinidad, patriarca de emperadores, el Poder mismo. Si se puede apapachar a un dragón, se puede apapachar al mundo.



* El golem

Si (como afirma el griego en el Cratilo)

el nombre es arquetipo de la cosa

en las letras de 'rosa' está la rosa

y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.


Y, hecho de consonantes y vocales,

habrá un terrible Nombre, que la esencia

cifre de Dios y que la Omnipotencia

guarde en letras y sílabas cabales.


Adán y las estrellas lo supieron

en el Jardín. La herrumbre del pecado

(dicen los cabalistas) lo ha borrado

y las generaciones lo perdieron.


Los artificios y el candor del hombre

no tienen fin. Sabemos que hubo un día

en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre

en las vigilias de la judería.


No a la manera de otras que una vaga

sombra insinúan en la vaga historia,

aún está verde y viva la memoria

de Judá León, que era rabino en Praga.


Sediento de saber lo que Dios sabe,

Judá León se dio a permutaciones

de letras y a complejas variaciones

y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,


la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,

sobre un muñeco que con torpes manos

labró, para enseñarle los arcanos

de las Letras, del Tiempo y del Espacio.


El simulacro alzó los soñolientos

párpados y vio formas y colores

que no entendió, perdidos en rumores

y ensayó temerosos movimientos.


Gradualmente se vio (como nosotros)

aprisionado en esta red sonora

de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,

Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.


(El cabalista que ofició de numen

a la vasta criatura apodó Golem;

estas verdades las refiere Scholem

en un docto lugar de su volumen.)


El rabí le explicaba el universo

"esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga."

y logró, al cabo de años, que el perverso

barriera bien o mal la sinagoga.


Tal vez hubo un error en la grafía

o en la articulación del Sacro Nombre;

a pesar de tan alta hechicería,

no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.


Sus ojos, menos de hombre que de perro

y harto menos de perro que de cosa,

seguían al rabí por la dudosa

penumbra de las piezas del encierro.


Algo anormal y tosco hubo en el Golem,

ya que a su paso el gato del rabino

se escondía. (Ese gato no está en Scholem

pero, a través del tiempo, lo adivino.)


Elevando a su Dios manos filiales,

las devociones de su Dios copiaba

o, estúpido y sonriente, se ahuecaba

en cóncavas zalemas orientales.


El rabí lo miraba con ternura

y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo)

'pude engendrar este penoso hijo

y la inacción dejé, que es la cordura?'


'¿Por qué di en agregar a la infinita

serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana

madeja que en lo eterno se devana,

di otra causa, otro efecto y otra cuita?'


En la hora de angustia y de luz vaga,

en su Golem los ojos detenía.

¿Quién nos dirá las cosas que sentía

Dios, al mirar a su rabino en Praga?


lunes, 1 de febrero de 2021

El viejo poeta chino

Una vez le preguntaron a un poeta chino cómo quería que lo recordaran. 

Dijo: “cuando sea fantasma, me gustaría caminar por una aldea desconocida y escuchar a un hombre desconocido cantar dos versos de un poema que alguna vez yo escribí. Sería lo único que quedaría de toda mi obra. Le preguntaría al hombre quién era el autor de esos versos, y el hombre lo ignoraría. Sólo los entonaría una y otra vez para pasar el tiempo”.