domingo, 30 de abril de 2023

Un eco de la distopía en el Whitney Museum

 


 

A fines de abril en el Whitney Museum de Nueva York se hizo la fiesta de cierre de la muestra “No existe un mundo poshuracán”, sobre Puerto Rico. Tanto a la fiesta como la muestra eran una expresión de lo enorme que es el trabajo que deben llevar adelante los puertorriqueños para mantener su orgullo y no caer en el abatimiento. “Viva Puerto Rico libre”, decía una conductora, y algunas personas respondían “viva” con apagado eco.

 






En el octavo piso del Whitney Museum, al salir del ascensor, había un grupo de policías pertrechados como robots o astronautas de negro, que exhibían en sus pechos pantallas en las que hablaban personas compungidas.

Esta es el “Proyecto para un nuevo siglo americano”, de Josh Kline, que crea instalaciones inmersivas. Los policías tenían caretas de Teletubbies. Las caras de las personas en las pantallas eran demasiado humanas, de una humanidad que se iba descomponiendo. Kline hace videos alterados con software falso para pensar en el significado de la verdad en una época en la que todo es mentira.

En una sala los autos, las casas, los lugares de trabajo han devenido carpas. La realidad es espantosamente transitoria. Estados Unidos se ha transformado, como decía Héctor Murena de Argentina, en un campamento. Es lo que queda después de un desastre. Gummo. Los habitantes de las carpas eran mayormente inmigrantes. No había quedado nada del país anglosajón. Sólo existían refugios transitorios.

En otra sala, sobre mesas y sobre bandejas había trozos de cuerpos humanos —estos sí blancos—, mezclados con otros restos, de comida chatarra y demás subproductos del exceso de consumismo. Cada pieza de la instalación era una naturaleza muerta.

En otra, los blancos, aquí de cuerpo entero, estaban durmiendo acurrucados sobre el piso, dispersos en todo el espacio, entre carritos de supermercados y otros objetos de la vida cotidiana de la clase media. Cada cuerpo estaba empaquetado en papel celofán. Se siente el mensaje: “creemos que somos dueños de los productos, pero las empresas que nos los cobran son dueños de nosotros”. Las posiciones de las personas remitían directamente a Pompeya; a los cuerpos que quedaron hechos de piedra de lava, después de la explosión del Edna.

Un desastre ha sucedido. Nada ha quedado en pie. Se explicitan el cambio climático, la automatización, el debilitamiento de la democracia, pero se sienten como causas un poco vacías. La policía, los emigrantes, el consumismo se le meter al público de modo subliminal, llevan la muestra más allá de los reclamos cliché de las protestas del progresismo.

 








En el Whitney Museum tomado por una brisa del apocalipsis, hay una colección de obras de Edgar Hooper, que es un pintor por quien el misterio se mete en el mundo. Pinta lo que queda a contraluz de modo brutal para revelarlo iluminado por una luminosidad imposible. Exhibiendo la fluorescencia de lo que debe ser oscuro, no hace más que sumirnos en un misterio mayor. El misterio es inabordable cuando lo que debe estar velado por la negrura queda a la luz, y aún así no sabemos qué es. Aún así, algo hay allí dentro que no podemos descubrir. Un mismo rayo de lo desconocido atravesó a Hopper y a De Chirico. Es el misterio que da vida al mundo que no está vivo ni muerto, que está soñado, en otro tiempo.

El misterio hace de la realidad otra cosa. Esta realidad ya no existe, igual que la realidad de la ciudad hecha de carpas y de los cuerpos de nuestros tíos tirados en el suelo como homeless envueltos en bolsas transparentes.







La exhibición de protesta puertorriqueña “No existe un mundo poshuracán: el arte puertorriqueño tras el paso del huracán María” busca expresar el mensaje demoledor que se huele en el museo Whitney de este momento al estilo caribeño, de modo estridente pero cansino por soportar la sumisión colonial.

La muestra se montó en el quinto aniversario del huracán María, que azotó a Puerto Rico el 20 de septiembre de 2017, recogiendo obras de los últimos cinco años por un grupo intergeneracional que tratan sobre medidas de austeridad implementadas por una ley, la muerte de 4.645 puertorriqueños como consecuencia del huracán, las protestas del Verano del 19, la pandemia de COVID-19.

Hay un malestar por la opresión imperial que no es explosiva y está dispersa en un gran espacio que no pretende llenar, como si lo que realmente fuera Puerto Rico es el vacío.

Después del huracán de la dominación queda una serie de banderas nacionales en blanco y negro, un poste de la luz cayendo, un panel de carteles de causas no fáciles de comprender. Sobre un banco hay para leer dos ejemplares del libro “While They Sleep / Under the Bad is Another Country”, en el qué Raquel Salas Rivera expone crudamente la imposibilidad de traducción de los portorriqueños y norteamericanos en frases en espejo: “that depends on how loud you laugh?” / “no puedo llorar”; “citizenship as a prerequisite for empathy” / “como un hambre vieja”.

 






 

Se suma a las muestras de crítica cultural la exhibición “Mapa de memoria”, de Jaune Quick-to-See Smith, nacida en la Reserva India Confederada de la Nación Salish y Kootenai, en el estado de Montana, en el noroeste de Estados Unidos. Se trata de la primera retrospectiva de la autora en Nueva York. Reúne casi cinco décadas de dibujos, grabados, pinturas y esculturas en la muestra más completa de la carrera de Smith, una mujer de 83 años.

Las obras oscilan entre la afirmación étnica, de plumas, caballos, desierto, signos ancestrales, y el impulso de superar el peligro de quedar preso de ser indio.

Siempre la reivindicación de la identidad de las sociedades precolombinas es una protesta contra la opresión; la colección del Whitney Museum demuestra que la temática es la base, no el objetivo y sí es el terreno para un despliegue estético.

La artista digiere el arte abstracto, el arte pop, el neoexpresionismo con las enzimas de su cultura originaria. Dice que el trabajo de su vida consiste en examinar la vida contemporánea en Estados Unidos e interpretarla a través de la ideología nativa.

Es a través de la belleza que las obras expuestas resultan una experiencia violenta, noble, gallarda, extrema, sanguínea, combativa y sabia. 

 








martes, 18 de abril de 2023

Misión

Con tu amiga, 

con tu padre, 

con tu sobrina, 

con tu novio,

con tu vecino,

con  tu compañera de trabajo,

si no tenés una misión, inventala.


Con tu cuerpo,

con lo que resta del día,

con tu vida,

con la ciudad donde vivís,

podés tomarte todo el tiempo necesario, no es indispensable que te fanatices, pero

si no tenés una misión, inventala.


Hay misiones que duran una estirpe, o miles de años, como le llevó a los humanos ir desde África hasta Tierra del Fuego.


Pero con tu deseo,

con los meses hasta el año que viene,

con lo que te sale hacer bien,

con tu casa,

si no tenés una misión, inventala.


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Una misión surge de una orden.

Las órdenes que más valen la pena son la inspiración o la revelación.

La misión –el origen del término viene del concepto de envío– es materializada por la persona que ha tenido la inspiración o la revelación, de modo fulminante o tan lento como crece un roble.

Se lanza a un objetivo con un plan y un sentido trascendente, en el que pone en juego su alma.


miércoles, 12 de abril de 2023

Mapleton

Mi padre vive desde hace cuatro años en Mapleton, un barrio del sur de Brooklyn, a una hora de subte del centro de Manhattan.


Desde el siglo XVIII, al surgir Mapleton, sus casas eran parte del pueblo de New Utrecht,  y en 1989, como todo Brooklyn, pasó a formar parte de la ciudad de Nueva York.

En la década de 1920 la congregación Tiffareth Israel construyó una sinagoga y una escuela. La comunidad judía, de ortodoxos y jasídicos, pobló Mapleton, en parte porque allí tenía su cementerio, el Washington Cemetery, que había sido establecido en los 1850s. Es el mayor cementerio judío de Nueva York y fue construido por judíos alemanes. A Mapleton fueron luego llegando judíos del Imperio Ruso y de países de Europa oriental.





Los judíos no estaban solos en el poblamiento de Mapleton: también estaban los italianos. Los judíos, con su cojonudo cementerio, no necesitaban mostrar que hacían pata ancha en el lugar, pero los italianos plantaron bandera, propiamente con banderas verdes, blancas y rojas, y con símbolos católicos: cruces, santos de yeso, vírgenes, ángeles. Aún lo siguen haciendo.







Sin embargo, sería inventar un conflicto decir que esta insinuación de rivalidad va más allá de esos símbolos en los pequeños jardines que dan a la calle. La convivencia es pacífica, en este barrio residencial, de casas para una o dos familias, sin grandes edificios ni centros comerciales, ni aglomeraciones.

Mi padre no es ni judío ni italiano. Es parte de la llegada, silenciosa pero firme, de chinos. Los chinos no necesitan ni cementerios ni blasones de identidad. Antes bien, tratan de pasar lo más desapercibidos posible. Se los descubre por su delatora fisonomía y por sus comercios, y sus sinogramas, que no abandonan. En el frente de sus casas no existe el mínimo detalle que permita descubrir que son casas de chinos, pero en la salida de las estaciones de subte de Mapleton en las horas pico, los chinos son una mayoría algo abrumadora.





La pandemia comenzaría a tirar abajo los precios de las propiedades en este barrio. Un judío jasídico le dijo a un reportero del New York Times que su casa se había devaluado un 35% – pero que no se iba porque el dinero no es todo en la vida: “este barrio tiene todo lo que necesita para vivir un judío ortodoxo, la escuela para los chicos, los comercios, los restaurantes kosher, todo. Aquí están mis padres, los de mi mujer, mis hermanas, mis tíos, y los veo todos los días”.



Las casas para una familia cuestan un promedio de 600.000 dólares y el alquiler de una propiedad de dos habitaciones ronda los 1600. Los precios no terminaron de caer, sino que por el contrario, comenzaron a subir, por la demanda de los chinos.

Luego hay “hispanos”, o latinoamericanos, principalmente de México y Centroamérica, no concentrados, sino como están distribuidos de forma pareja en todos las grandes ciudades.




Alguien explicó que era incorrecto describir a la sociedad norteamericana como un “melting pot”, un tarro de mezcla, porque es un ”salad pot”, una ensaladera, en la que cada ingrediente, aún mezclado con los demás, conserva sus características. LosWASPs – anglosajón blanco y protestante– , que se creen los auténticos dueños del país (como si hubiera estado desierto cuando llegaron) consideran a los inmigrantes, judíos, italianos, chinos, latinos, como invasores y éstos reaccionan afirmando su identidad. 

En Mapleton no hay WASPs  y los inmigrantes conviven sin problemas.