Mi abuelo Emilio tenía el extraño, asombroso don de que sus
animales parieran muchas crías, sanas, robustas, hermosas, que se convertían
todas rápidamente en animales espléndidos.
De mi vida con él cuando me crió en el campo, no sé bien si
recuerdo lo que pasó o lo que imaginé que pasó en base a los relatos de mi
madre.
Lo cierto es que recuerdo que lo acompañaba a cosechar la
miel. Las abejas no lo picaban, ni a mí. Íbamos de cajón en cajón, por un campo
verde claro, de pastos que reflejaban la luz del sol, tanto que yo apenas podía
abrir los ojos. El terreno estaba inclinado desde un monte de eucaliptos hasta
un cañaveral que bordeaba el arroyo. Mi abuelo siempre me hablaba. Embardunaba
un palo con miel y me lo daba. A cada rato hacía eso; chupando esos palos, yo
comía kilos de miel. Cuando llegaba de trabajar, mi mamá lo retaba, pero él no
le prestaba atención. Mi papá también estaba todo el día trabajando. En la casa
del campo estábamos solos, mi abuelo y yo. Creo que él también la pasaba bien
conmigo. Hacíamos muchas cosas, íbamos a pescar en su bote, picábamos maíz para
las gallinas, hacíamos la quinta, lo acompañaba cuando andaba en sulky,
escuchábamos música en la radio. Pero a mí lo que más me gustaba era cuando
salíamos a cosechar la miel. Pienso que cuando me muera, me voy a ir a ese campo,
me voy a encontrar con mi abuelo y me va a llevar de la mano hasta las
colmenas.