Ligeras anotaciones que hace Gustavo Ng de asuntos que piensa o encuentra escritos en libros mientras va en colectivo y luego comenta con tal o cual persona.
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jueves, 3 de junio de 2010
El Batero
Organizamos un recital de Radio Ska en el Parador Nocturno de Retiro, un enorme galpón que recibe cada noche doscientos tipos que en los días deambulan por la calle porque no tienen casa. El gobierno de Buenos Aires les da una cena, una ducha, un baño y una cama. Al lugar donde acuden a protegerse de las inclemencias del clima y las peores inclemencias de la sociedad, llevamos la mejor banda de ska.
Los huéspedes de ahora son diferentes a los de antes. La mayoría de crotos abandonados, indolentes, soberbios, sucios, viejos, hombres más allá de la derrota, ha dejado lugar a jóvenes extrovertidos, fuertes, tensos, ambiciosos y taimados. Muchos parecen pertenecer a la cultura tumbera: tipos que alternan su vida dentro y fuera de la cárcel. En un momento del recital observé que algunos se estaban organizando. Andaban en cueros, mostrando tatuajes trazados tortuosamente. Los vi susurrarse mensajes, hacerse señas, hablándose con la mirada. Claramente eran una pandilla. Quizás se conocían de otro lugar, o habían armado una sociedad en el parador; como fuera, sabían cómo hacer las cosas juntos. Creí ver que se pasaban objetos. Siempre se teme que los alojados tomen el parador. Hace mucho, y lo mantuvieron tomado durante cuatro días.
Cuando me encaminaba a hablar con los guardias de seguridad para advertirlos de la movida, escuché que alguien gritaba “¡El Batero, El Batero!”, me di vuelta y vi a la pandilla corriendo hacia los músicos como una horda. Con absoluta inconciencia fui a pararme a dos metros del escenario improvisado; pensé que los detendría si querían atacar, lo que era una ocurrencia estúpida y temeraria, porque si hubieran estado decididos a un asalto yo no opondría más resistencia que la del cuero de mi abdomen a un cuchillo escondido. Sin embargo, los tipos llegaron a mi lado y no avanzaron más, aunque seguían gritando “¡El Batero! ¡El Batero! ¡El Batero!”, mientras en su excitación saltaban, agitaban los brazos y se reían. ¿Por qué gritaban “¡El Batero, El Batero!”? No miraban al baterista de Radio Ska, ni había nada de particular en él. Creí que era una clave, o tal vez estaban jugando a asustarnos. Entonces escuché una ovación alrededor mío y más allá gritos enloquecidos que avanzaban desde el fondo del galpón. De repente todo el parador miraba a los que traían gritando desde allí, acostado en andas sobre sus cabezas, a un flaco que quería resistirse. Todos se reían exaltados, incluida la víctima que habían arrancado de una cama. Cuando llegaron hasta los músicos lo bajaron, entre los aullidos ensordecedores de “¡Bá! ¡Té! ¡Ró! ¡Bá! ¡Té! ¡Ró!” Los guardias reían, los músicos miraban la situación mientras seguía tocando, los invitados sonreían relajados… sólo yo me había asustado. Tomate, el impulsor de la movida de música en los paradores, habló con la pandilla, luego con el baterista, y un aullido como el de un gol muy esperado sacudió todo el aire del parador cuando El Batero finalmente se sentó en la banqueta de la batería. Yo había mirado bien al batero cuando lo bajaron: era extremadamente delgado y fibroso, y era espástico. Su cuerpo tenso como si estuviera retorcido se sacudía involuntariamente, de excitación, de alegría y por su enfermedad. Estaba medio desnudo y abría enormemente la boca mientras daba golpecitos a la nada con la cabeza. La boca mostraba una gran negrura allá dentro, y en la entrada un único diente muy blanco que apuntaba hacia arriba. Era muy joven, no tendría más de 25 años. Y allí, rodeado por los platillos, el bombo, redoblantes y tambores de la batería, se dio maña para tocar, al principio horriblemente, luego entendiendo y al fin liderando con su enardecimiento a los músicos, que lo acompañaron con auténtico entusiasmo. Él abría su boca descomunalmente grande y tiraba la cabeza para atrás y tocaba, tocaba. Nunca vi en toda mi vida un tipo tan feliz tocando la batería, ni un público de un fanatismo tan ardiente por un desconocido.
Después no lo podíamos detener, y hasta temí que la pandilla tomara el parador para que nadie le sacara la batería.
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