En el momento en que iba a salir del monasterio se soltó el diluvio. Me recosté contra una pared, a la espera de que amainara. Al rato, mirando el agua que corría por el piso, recordé esta historia.
No es una cosa de otro mundo, sino algo absolutamente familiar. De hecho, es literalmente un asunto de nuestra familia. Por alguna razón desconocida u oculta, los Unger reciben cuando niños un dáimón que tiene dos características. La primera, que cumple deseos —si estos son impecables y el Unger logra concentrarlos como la luz se condensa en un rayo láser. La segunda, que cada Unger debe aprender por sí mismo la existencia del dáimón y su poder formidable. Hay algunos Unger que han muerto sin siquiera probarlo.
En la antigüedad todo era diferente. El dáimón era objeto de culto familiar y había ritos para celebrar el ingreso del dáimón en un niño o una niña, en las ocasiones de los deseos colectivos en que estaba en juego el destino de la familia, en agradecimiento por los deseos cumplidos, etc. El dáimón de cada Unger recibía un nombre particular y al morir el Unger, una ceremonia libraba al dáimón y le propiciaba un feliz regreso al mundo de los espíritus.
Pero con el advenimiento del realismo científico todo aquello fue despreciado como superstición y al fin se desvaneció. O mejor, se hizo subterráneo. Los dáimón siguen entrando en los Unger y están ansiosos porque su Unger desee algo con fervor y sin contradicciones.
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