Desde que el gobierno de Macri trabajara 16 meses en la Plaza Houssay para dejarla exactamente igual a como estaba, hace dos años, fue tomada por una serie de tribus. Es extraño que esas tribus no estuvieran antes. Fue como si hubieran surgido a partir de la plaza reabierta para hacer de ella, poco a poco, un territorio liberado. No está mal. No creo que Macri se haya enterado de la liberación del territorio, pero sí la teleaudiencia de Canal 9, C5N, TN y Canal 26, que fueron haciendo notas sobre la criminalidad en Plaza Houssay. Los funcionarios del Jefe de Gobierno Macri émulos de Rodríguez Larreta, los larratitas, como socarronamente les llaman los viejos trabajadores municipales que han visto el desfile de la fauna política a lo largo de décadas, para mostrarse a la altura de las circunstancias, instalaron cámaras preventivas del delito.
A la tarde están los estudiantes de medicina, gente pacífica, algo temerosa —en los últimos meses, sin embargo, me ha asombrado ver que se reunían en un grupo nutrido para jugar a un juego con visos orgiásticos, algo inocentes, pero claramente orgiásticos. Debe ser el espíritu de la plaza, que todo lo lleva para el lado de los tomates.
Van también, en tanda, pasadores del propio perro. Las tandas concurren más a o menos a la misma hora y se cuentan (pero no se escuchan) todo lo relacionado con su perro.
Otros estudiantes van a comprar a los puestos de libros de la plaza las ilegales fotocopias de los libros que les obligan a comprar en la universidad pública y no cuestan menos de 700 pesos.
Distribuidos por diferentes lugares hay padres o madres y sus hijos, todos limítrofes, claro blanco del odio, los chicos, de los dueños de mascotas, todos los demás, del odio general.
Rezago de la implosión social del 2001, hay vendedores de antigüedades (aros, libros, candelabros, juguetes, pulseras y una galaxia de objetos irreconocibles, sólo reconocibles como antigüedades). Como en otras plazas, exponen sus mercaderías sobre una tela extendida en el piso de cemento.
Sobre la calle Uriburu están desde el atardecer las familias de cartoneros, que se instalaron cuando sacaron el Tren Blanco en el que llevaban todos los días lo que recolectaban hasta las villas miserias del Conurbano, José León Suárez, José C. Paz y otras.
Comencé a vivir frente a esta plaza poco antes de la guerra de Malvinas. Recuerdo que a la noche no encendían las luces. No bombardeen Buenos Aires. Terminada la guerra, en retirada los militares del gobierno, la primavera democrática habitó la plaza Houssay. Fumábamos, pasábamos la noche allí, tocábamos la guitarra, cantábamos canciones de Lito Nebbia, Fito Páez y Silvio Rodríguez. Aquello fue un anticipo del actual estado abierto.
Hoy las estrellas de la plaza son los skaters. Cientos. Chicos y chicas. Los hay de más de 30 años y los hay de 11. Pacíficos: no atropellan a nadie, no molestan a nadie que pasa, ensucian pero no demasiado. Sí exigentes: quieren una pista de skate. Una vez cortaron el tráfico abigarrado como un río de pesado barro de la avenida Córdoba a las cinco de la tarde para demandar que se la construyeran. Bastante uniformados de atorrantitos con zapatillas bajas sin medias, holgada bermuda larga, remera tres talles más grande y gorra de visera larga y mandada para atrás, llevaban pancartas que decían SKATEPARK NOW!, FREE SKATE, S.K.A.T.E., PATEADA POR UNA PISTA PÚBLICA, WE ARE BEST TRICK. Los automovilistas que pagan sus impuestos estaban jaqueados entre la furia asesina y el desconcierto total. Aquella manifestación fue muy arriesgada, importó el peligro de que los desalojaran de Plaza Houssay. No se repitió; en cambio, los skaters fueron adaptando las instalaciones de la plaza a sus necesidades. Dieron vuelta los bancos de cemento y han ido instalando todo tipo de plataformas para sus piruetas asombrosas.
Para darle un poco la razón a la televisión, hay una esquina bastante peluda, donde se han aquerenciado las víctimas de todas las miserias, incluida la de ellos mismos: borrachos, adictos a cualquier cosa, camorreros con cualquiera que pasa, con todos los que ven, en franca guerra con los libreros, quienes exigen su exterminio.
Una tribu muy particular pasa raudamente por la plaza hasta meterse en su lugar propio, el lugar más dedicado y exclusivo: la pequeña iglesia de San Lucas, enclavada en medio de la plaza (desde 1881 había ocupado la manzana el antiguo Hospital de Clínicas, cuyo estilo berlinés determinó un diseño de pabellones rodeados de jardines. Trabajaron allí luminarias de la medicina argentina, Ignacio Pirovano, Luis Güemes, Abel Ayerza, Luis Agote, Alejandro Posadas, José Ingenieros, Enrique Finochietto. Empezaron a demolerlo en el 75 y la dictadura hizo una plaza de puro cemento, entendiendo que eso era la modernidad, y conservó la pequeña capilla). La tribu está hecha de personas muy limpias y correctamente vestidas. Son los católicos de la Pastoral Universitaria y los vecinos que concurren a misa. No sólo desaparecen rápidamente dentro del edificio de la iglesia, sino que los larratitas, por las dudas de que las hordas tengan la ocurrencia de invadir el espacio sagrado, lo rodearon de rejas.
En un sector de gradas descubrí un día que jugaban al vóley. Espacio liberado al deporte; la gente finalmente usurpa el espacio público para hacer lo que las autoridades deberían hacer y no hacen. Un domingo vi de lejos que la gradería estaba muy poblada de familias que observaban un partido casi profesional. Estaba todo muy bien organizado: habían agujereado el piso para clavar los postes, la red estaba perfecta, había vendedores de refrescos y de comida, había referí con pito. Los equipos eran mixtos, aunque de un modo algo extraño, porque las mujeres parecían mandar y eran tremendamente fuertes y grandes, la mayoría más alta que los hombres. Además, noté que uno, dos, quizás tres de los muchachos, eran homosexuales. Mientras los iba contando comenzó a crecer una sospecha en mí, que vi confirmada al instante: las mujeres eran travestis. Todas. Remataban dando unos saltos enormes y pegándole a la pelota unos manotazos que explotaban sonoramente y mandaban la pelota como una bala de cañón. Eran todos unos jugadores o jugadoras fenomenales. Las mujeres-mujeres estaban en las gradas, con sus chicos y sus hombres. Me impresionan mucho los travestis; cuando veo uno me quedo como hipnotizado y no puedo dejar de mirarlo. Aquello era como una feria de travestis en gran despliegue. Sentí un júbilo que se expandía en el fondo de mí, lo que siento cada vez que soy testigo de un acto de liberación. Me senté con el público y entonces me sobrevino la respuesta a una segunda sospecha que me daba vueltas. Todos sin excepción, todos y todas, tod@s, eran peruanos. El asunto requería cada vez más explicaciones. ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿Dónde vivían? ¿Eran una comunidad? ¿Qué relación había entre las familias y los travestis, que aparentemente carecía del todo de conflictos? Cuando intenté sacar fotos del partido y comencé a hacer preguntas para responderme esas preguntas, se me presentaron dos muchachos, mirándome fijo la cámara y preguntándome quién era yo. Les dije que era uno cualquiera, que anda por donde quiere y se pone a sacar fotos a lo que se le antoje, casi diciéndoles it's a free country, pago mis impuestos, pero no me escucharon y se me pusieron muy cerca, y seguían con la pregunta de quién era yo. No había forma. Las tribus urbanas tienen eso, también, que deben saber defenderse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario