Así fue cómo mi hermano y yo nos instalamos en un avión que partía de Nueva York con destino a Indianápolis. Yo ocupé el asiento del pasillo y Bernard el de la ventana. Después de todo era un científico especializado en el estudio de la atmósfera, y las nubes le decían mucho más a él que a mí.
Ambos pasábamos el metro ochenta, conservábamos gran parte de nuestro cabello, que era castaño, y lucíamos idénticos bigotes, a su vez copias del bigote de nuestro difunto padre.
Teníamos un aspecto inofensivo, un par de viejos y simpáticos personajes recortados de alguna historieta.
Había un asiento vacío entre nosotros, lo que no dejaba de tener cierta poesía espectral. Podría haber sido el asiento de nuestra hermana Alice, cuya edad se situaba justamente entre la de Bernard y la mía. Ella no se encontraba en ese asiento para acudir al funeral de su querido tío Alex porque había muerto de cáncer entre extraños, en Nueva Jersey, a los 41 años.
—¡Radionovelas! —nos dijo a mi hermano y a mí, una vez que hablábamos de su muerte inminente. Dejaba cuatro niños pequeños.
—Payasadas —añadió.
Hi ho.
* * *
Pasó el último día de su vida en un hospital. Los médicos y las enfermeras le dijeron que podía fumar y beber cuanto quisiera y que podía comer todo lo que se le ocurriera.
Mi hermano y yo fuimos a verla. Respiraba con dificultad. En otro tiempo había sido tan alta como nosotros, lo cual resultaba bastante incómodo para ella puesto que era una mujer. A causa de eso nunca había mantenido una postura adecuada. Ahora parecía un signo de interrogación.
Tosió, se rió. Hizo un par de bromas que ya no recuerdo.
Luego nos pidió que nos fuéramos.
—No miréis para atrás —nos dijo.
Así que no lo hicimos.
Falleció más o menos a la misma hora en que murió el tío Alex: una o dos horas después de la puesta del sol.
Y su muerte no habría tenido ninguna importancia desde un punto de vista estadístico, a no ser por un detalle que es el siguiente: James Carmalt Adams, su saludable marido, director de una revista mercantil que publicaba en un cubículo de Wall Street, había fallecido dos días antes a bordo de The Brokers Special, el único tren de la historia del ferrocarril norteamericano que se ha lanzado al vacío debido a que un puente levadizo no había sido bajado.
Calcule usted.
* * *
Esto ocurrió realmente.
* * *
Bernard y yo no dijimos nada a Alice de lo que le había ocurrido a su marido; el cual debía hacerse cargo de los niños después de su muerte, pero ella se enteró de todos modos.
Una paciente externa le enseñó un ejemplar del Daily News de Nueva York. Los titulares de la primera página hablaban del desastre del tren. Sí, y además venía una lista de los muertos y desaparecidos.
Como Alice no había recibido ningún tipo de instrucción religiosa y había llevado una vida intachable, nunca pensó que su mala suerte fuese otra cosa que una serie de accidentes en un lugar muy concurrido.
Bravo, Alice.
* * *
El agotamiento, seguramente, y serios problemas económicos también, le hicieron decir hacia el final de sus días que tenía la impresión de que en realidad no era muy apta para vivir.
Pero también es cierto que lo mismo le ocurría a Laurel y Hardy.
* * *
Mi hermano y yo nos habíamos hecho cargo de su casa. Después de su muerte, sus tres hijos mayores, que se hallaban entre los ocho y los trece años de edad, celebraron una reunión a la que no se permitió la entrada a los adultos. Luego salieron y nos pidieron que respetáramos dos peticiones: permanecer juntos y conservar sus dos perros. El niño menor, que no asistió a la reunión, era un bebé de un año más o menos.
Desde entonces, yo y mi esposa, Jane Cox Vonnegut, nos encargamos de criar a los tres mayores junto con nuestros tres hijos, en Cape Cocí. El bebé, que vivió con nosotros durante un tiempo, fue adoptado por un primo de sus padres, que actualmente tiene el cargo de juez en Birmingham, Alabama.
Así sea.
Los tres mayores conservaron sus perros.
* * *
Ahora recuerdo lo que uno de sus hijos, que se llama Kurt como mi padre y como yo, me preguntó mientras íbamos en el coche de Nueva Jersey a Cape Cod, con los dos perros en la parte trasera. El chico tenía unos ocho años.
Viajábamos en dirección norte de modo que para él estábamos subiendo. íbamos solos. Sus hermanos habían partido antes.
—¿Son simpáticos los chicos allá arriba? —preguntó.
—Sí —contesté.
Actualmente es piloto de una línea aérea.
Todos han dejado de ser niños y se han convertido en alguna otra cosa.
* * *
Uno de ellos se dedica a la crianza de cabras en la cima de una montaña en Jamaica. Ha hecho realidad uno de los sueños de mi hermana: vivir lejos de la locura de las ciudades y con animales por amigos. No tiene teléfono ni electricidad.
Depende totalmente de la lluvia. Está perdido si no llueve.
* * *
Los dos perros han muerto de viejos. Solía revolearme con ellos por las alfombras durante horas y horas, hasta que quedaban exhaustos.
* * *
Sí, y los hijos de mi hermana ahora hablan con mucha franqueza acerca de un delicado asunto que solía preocuparles mucho: no encuentran ni a su padre ni a su madre en sus recuerdos, no los encuentran por ninguna parte.
El que se dedica a la crianza de cabras se llama James Carmalt Adams, como su padre, y una vez me dijo lo siguiente, mientras se daba unos golpecitos en la cabeza con las puntas de los dedos:
—No es el museo que debería ser.
Creo que los museos de las mentes infantiles se vacían automáticamente en un momento de horror extremo para proteger a los niños de un dolor eterno.
* * *
Para mí, en cambio, haber olvidado de inmediato a mi hermana habría sido una catástrofe. Nunca se lo dije a ella, pero siempre fue la persona para quien escribí. Ella era el secreto de cualquier unidad artística que pueda haber conseguido, el secreto de mi técnica. Sospecho que cualquier creación que posea alguna forma de totalidad y armonía fue llevada a cabo por un artista o un inventor que tenía un público en la mente.
Así es, y ella tuvo la bondad, o más bien, la naturaleza tuvo la bondad de permitirme sentir su presencia durante cierto número de años después de su muerte, de permitirme seguir escribiendo para mi hermana. Pero con el tiempo empezó a desdibujarse, quizás porque ella tenía cosas más importantes que hacer en otra parte.
Sea como sea, cuando murió el tío Alex ella ya había dejado de ser mi público. De modo que el asiento entre mi hermano y yo me parecía especialmente vacío. Lo llené como mejor pude con el ejemplar de The New York Times de ese día.
Puede leerse el libro entero en http://www.choapa.net/Payasadas.pdf , aunque recomiendo comprarlo.
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