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domingo, 19 de junio de 2011

Tomás prestado el mundo que le pertenece a tus hijos

Hoy es el día del padre, aunque es más importante que sea domingo, día de la semana que veo a mi hija Irina para charlar de cómo va en la escuela. Desde que tuvo dos años y hasta hace unos meses Irina siempre estuvo los fines de semana conmigo, pero cuando cumplió los 15 me pidió decidir si quería venir a mi pequeño departamento del centro de Buenos Aires, y desde entonces se emancipó. Hoy no es un día del padre de mierda porque no esté con ella ni sus hermanos, sino porque siendo domingo no puedo estar con ella. Anoche tuve un ataque de espasmos muy fuerte de la nada, habiendo estado todo el día bien, y temí que me volviera a suceder hoy mientras estuviera con ella.
Los espasmos me han sacudido desde que subí por el interior de un molino de viento hasta el generador y luego, empapado de sudor, salí al cielo a sacar fotos. No debí hacerlo, porque estaba engripado, y haberlo hecho terminó con que Irina no me tiene para que apoye su difícil camino en la escuela.
Le conté el tema a Gisela, “soy culpable”. Me corrigió, “culposo”, y terminamos conformándome con que quizás darle un padre que atrapó la oportunidad de trepar por el cogote de un dinosaurio y luego remontarse en el cielo, es mejor que darle un padre cumplidor, pero algo mequetrefe.
Hablamos esto cuando nos despertamos, mientras saqué para ver unos viejos álbumes en que mi madre guarda fotos de sus primeros años con mi padre. Gisela me preguntó por la historia de mi padre, pero no creo que fuera por el día del padre, fecha que no recordamos hasta más tarde. Sólo tenía curiosidad por mi papá. Gisela es pura intuición talentosa.
Yo había visto esas fotos hacía muchos años. Hace unas semanas se las pedí a mi madre, pero no las había mirado hasta esta mañana. Así, descubrimos juntos a mi papá adolescente, a sus amigos chinos, sus hermanos, lo vimos nadando en el mar en China, el barco que lo trajo, luego en Argentina, andando a caballo, cazando, jugando con mi tía Tita, casándose con mi madre, jugando al tenis. Intenté explicarle a Gisela por qué no sé nada de China, mi origen: todos en la familia de mi madre eran intensamente endógamos y los parientes políticos que se sumaban casándose con un hermano o una hermana eran culpados de arrancarlo o arrancarla del grupo, y por tanto eran hostigados con un rencor violento. Esa familia se adueñaba de los chicos y los ponía en contra de su padre o madre política, como fue mi caso. Cuando mi padre hablaba por teléfono en chino, con mis primas, pero también con mi madre y su hermana, íbamos a escucharlo para reírnos. Mi padre nunca intentó disputarme a la familia de mi madre; nunca me dijo: “vos sos un Ng”. Cuando empecé a sentir curiosidad por mis orígenes y fui a preguntarle, se puso defensivo y agresivo. De algún modo me decía “lo que yo soy, mis ancestros y mi pasado, deben ser venerados, no burlados”. Me sentí como habría de sentirme años después como etnógrafo, demandándole a unos indios medio muertos que me explicaran sobre el trabajo de las mujeres, por qué no se iban a las ciudades o por la propiedad de la tierra: un insolente. Y allí se quedó mi herencia.
Cuando viene el día del padre, pienso en mi padre y en mí. Pero sobre todo pienso en mis hijos. Me resuelve muchos temas irresueltos esa frase “no heredas el mundo a tus hijos, sino que lo tomas prestado de ellos”. Ese mundo, claro, me incluye.

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