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martes, 14 de febrero de 2012

Esa gente


Los corsos en San Nicolás aún se hacían en la calle Mitre, que era una de las dos calles pitucas del Centro. Los carnavales eran todavía fiestas de la sociedad tradicional; sin embargo, ya se anticipaba en ellos una creciente presencia de la negrada, compuesta de los provincianos que habían llegado a sustentar las fábricas que se implantaban en la zona. Como en otras ciudades, la inmigración que arribaba de áreas rurales y semirrurales se asentó en villas de emergencia. Eran el horror de las familias que habían mantenido San Nicolás pura durante dos siglos. Un horror que las fue acechando, cercando, invadiendo sus escuelas, sus balnearios, sus plazas, su hospital, sus comercios, sus calles, su sonido, el aspecto de la ciudad. Y su corso, naturalmente, dado que la negrada es proclive a cualquier cosa que no sea trabajar. De modo que de buenas a primeras algún vecino de la calle Mitre le sacó el tema al intendente, mientras jugaban al tenis en la cancha cerrada del Club Buenos Aires: “Ricardito, el corso, a otra parte, che. Ya tenemos suficientes negros en el Centro el resto del año”.
Y así los carnavales fueron mudados a la calle Francia, desgraciadamente lindera con la Villa Pulmón. “Quieren el corso: ahí lo tienen. Ya pueden pasearse en pedo diciéndole degeneraciones a las mujeres”.
Pero eso fue después. Aún estamos en la época en que el público nicoleño, entre serpentinas, papel picado y agua perfumada festejaba bajo las luces de los comercios de la calle Mitre.
Por entonces mi familia sentía una alegría infantil con el carnaval, aunque jamás participó de la organización, ni en una comparsa, ni siquiera se disfrazó. Ni tiró papel picado. Iba a divertirse mirando, pero no era parte de aquello.
Cierta noche fuimos un grupo bastante grande, que incluía tíos y primos, y en la multitud me perdí. Creo que tenía seis años. Recuerdo el primer momento de desasosiego, luego salí de la masa de gente y me apoyé contra una puerta. Era una puerta muy alta, de hojas de madera, de una casa de principios de siglo. Esperaba ver en cualquier momento alguien conocido, pero el tiempo pasaba y sólo iban y venían personas desconocidas, muchas disfrazadas, algunas caminando tranquilamente, pero muchas alocadas, golpeando a otras con martillos de plástico que chillaban al golpear, haciendo girar matracas con rabia, gritando, corriendo mientras tocaban pitos frenéticamente, empujando a todo el mundo. No me causaban ni risa ni alegría, sino miedo. Hubiera querido estar lejos de ellos.
Entonces sucedió que pasó un corrillo de cinco o seis disfrazados que corrían llevándose todo por delante, y uno de ellos agarró mi brazo con una mano dura como una tenaza y gritó “¡vamos!”
Tuve un pánico de muerte. El más puro instinto me arrebató mi cabeza entendía que no volvería a ver a mi familia y que una gente que actuaba con tanta prepotencia y salvajismo era capaz de hacerme cualquier cosa.
Todo sucedió en un instante. Apenas el enmascarado asió mi brazo, antes de que terminara de decir “¡vamos!”, automáticamente me eché para atrás con todas mis fuerzas, y en el momento en que me zafé le di un golpe tremendo a la puerta con mi espalda. La puerta se abrió y caí en un pasillo largo y completamente a oscuras. Gateé llorando de angustia por el interior de aquella penumbra para esconderme. El que había intentado llevarme no entró, se fue corriendo con los otros. Permanecí allí un rato, pensando qué hacer. Finalmente salí y emprendí el camino hacia mi casa. Nunca había ido solo desde el Centro. Las calles vacías me empezaron a asustar: de cada esquina, de cada puerta que se abriera de repente, de cada árbol saldría alguien que me atacaría y me raptaría. Comencé a correr agónicamente. No reconocía las cuadras en la noche. Finalmente, sin saber cómo, di con la familiar puerta de mi casa. Toqué el timbre, pero nadie contestó. Me senté en el umbral. Allí esperé hasta que llegaron mis padres.
Sería un simplismo sentenciar que aquella experiencia me dejó el miedo a los corsos y otras celebraciones públicas. Lo que siento es más complejo que el miedo. La masa de personas que estaban en la calle Mitre aquella noche, con su carga de progresiva cuota de negros, me resultaba amenazante porque era ajena. Era exactamente lo contrario a la parentela de mi madre, cuyos integrantes eran incondicionalmente confiables. Todos se cuidaban entre sí, todos compartían con los demás lo que tenían y todos buscaban el bien de los demás.
La familia era buena y se contraponía a la sociedad, que era mala. Fuera de la familia no había amigos, sino amigotes, que se aprovechaban de uno, lo traicionaban, le sacaban lo que tenían, lo explotaban o lo llevaban por el mal camino. En la sociedad todo se movía por dinero, mientras en la familia todo era solidaridad. Afuera de la familia la gente actuaba por egoísmo, mentía, cometía crímenes, era falsa. Si uno se iba de la familia caería en el vicio, se haría ventajero, inmoral y acabaría en la cárcel. La familia era un abarrotamiento de monitos felices de estar abrazados y temerosos de los de afuera, que todo el tiempo intentaban arrebatar o lastimar a alguno. De esa manera, cada vez que alguien de la familia se casaba y así incorporaba a un extraño, se generaban violentos anticuerpos. De todos modos, las relaciones con los “otros” no avanzaron más allá de lo inevitable: casamientos y relaciones de trabajo —ámbito al que nadie se integró como uno del lugar. Ninguno de aquella familia adoptó ni creó otra pertenencia. Nadie participó de un partido político, ni en un sindicato, ni en una mutual, ni en la cooperadora de la escuela de los chicos, ni en ninguna institución. Nadie se puso otra camiseta que la de la familia, ni siquiera la de un club de fútbol.
Es así que hoy llego al corso y mi instinto me dice que son “otra gente”. No es algo bueno que yo sienta eso. Es posible que las relaciones en la familia no sean tan idílicas y ciertamente el “afuera” no es todo territorio del demonio. Negarse al mundo es condenarse a la pobreza de dar vueltas y vueltas siempre en un mismo lugar. Me siento responsable de legarle a las generaciones que vienen no un ámbito endógeno y paranoico, sino el mundo entero abierto, todas esas negradas que hay por todas partes.



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