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miércoles, 8 de febrero de 2012

Insomnio

Por Camilo Sánchez


Es arrojado en plena madurada del sueño por una inquietud en la entrepierna y una frase, casi entera: el cuerpo humano ha trabajado en silencio durante miles de años para generar un sistema que le permita orinar de pie, de cara a los azulejos naranjas. Mucho tiempo, escribe mentalmente mientras camina hacia el baño, hasta arribar, al sencillo estornudo, ese primer mecanismo de defensa.
Se ha defendido de moscas gigantescas, capaces de devorarle un brazo con sólo mirarlo fijo. Soportó fríos que le congelaron el lenguaje para salir de ese peligro con bellos animales estampados como sueños en las paredes desiguales de una cueva.
Tardó miles de años hasta aprender el vicio de la carcajada que libera del terror en la noche profunda.
Inventó el beso, el color amarillo, la música que cuando sale del corazón copia, de alguna manera imprevisible, el ritmo sincopado de ese músculo que trabaja, desde antes del nacimiento, para despabilar las neuronas y ponernos de pie y levantar paredes.
Todo ese bagaje de miles de años está amenazado porque hay quienes no quieren apagar un aire acondicionado. Porque no hemos podido dejar de ser predadores de deseos inventados por una mente ajena; y no ejercemos, como especie, el derecho a la austeridad.
Estamos cercados por el peligro. Caminamos por la orilla.
No se trata de la muerte personal, ese accidente mínimo.
No se trata, tampoco, que veinte mil años de una especie que trabajó duro hasta diseñar la arquitectura de un beso, se pierdan para siempre.
Ni siquiera eso, finalmente, sería tan grave si otras especies, distintas o parecidas, anidaran en algún otro territorio de ese sinfín de planetas y estrellas ahí afuera. Lo que provoca casi una arcada es que no tenemos aún certeza de que la biología haya podido producir vida en algún otro arrabal del universo. Otro territorio donde el fuego de alguna estrella no esté, ni tan cerca ni tan lejos, para que la vida se achicharre en medio de un pestañeo, donde las condiciones sean las justas y propicias como para que el duraznero reúna los mejores azucares del aire para sus hijos dilectos.
Acaso, loco, estemos solos en el universo, en el último fervor de una especie exclusiva. Andá a saber.
Lo cierto es que víctima de sus afanes, el humano viene girando por una curva descendente, se está quedando dormido al mando del volante y no hay quien lo logre convencerlo de bajarse del auto, a refrescarse la cara: un gesto que le salvaría la vida.
La cultura humana, que ha sabido trabajar durante siglos para convertir la costumbre de tomarse un té en un ritual estético, que aprendió el sortilegio de la tuerca y el tornillo, y las estructuras sólidas y endebles de las matemáticas o el lenguaje, asiste al incendio de su casa con más perplejidad que conciencia.
¿Sólo nos quedará rezar a los diversos dioses que cada uno de nosotros se ha inventado a través de los siglos?
¿Habrá tiempo?
Carlos Casteneda fue una de las voces más beligerante del siglo pasado contra este improperio más o menos general, y por eso no se termina de morir.





Esto escribí en la madrugada del día en el que don Luis Alberto Spinetta, a media tarde, entraba en el lado activo del infinito.
el había escrito una canción homenaje al libro Viaje a Ixtlán de Carlos Castaneda.

Camilo Sánchez

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