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sábado, 9 de febrero de 2013

China en Argentina


(Artículo publicado en Revista Dang Dai, Nº5)



Entre los múltiples puntos de vista desde los cuales los argentinos nos hacemos una imagen de China, está el de los chinos personas de carne y hueso, de sentimientos y pasaporte, del restaurante o el supermercado de enfrente. Los chinos llegaron a nuestro país más tarde que a otros de la región, pero ya conformarían la cuarta colectividad extranjera. Nos interesa explorar en esta nota cómo construimos, a través de ellos, una imagen del segundo socio comercial de Argentina, el país que compra lo que nuestra tierra engendra, con el que estamos destinados a una larga, y esperamos que buena, amistad.
Concebimos a la sociedad argentina como una cariñosa adoptante. Desde la sonora y convocante sentencia “y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino” hasta el diminutivo que hace del árabe un “Turquito”, del español “Galleguito”, del chino, “Chinito”.
Sin embargo, la nuestra es esa actitud compleja en la que el abrazo al inmigrante se mezcla con inhospitalidad y cierto racismo. Nuestra historia está preñada de una inmoral negación de los pueblos originarios, de los africanos y de otros en tanto integrantes de la sociedad nacional que obedeció a la glorificación de los “blancos” europeos como superiores y civilizados y despreció a los demás. Los sectores que con el poder en sus manos fundaron la Argentina del siglo XX soñaban con un país de blancos e implementaron por ello una política de inmigración pujante desde Europa. No estaban previstos los chinos, quienes además estaban siendo maltratados en varios países de América donde eran considerados “raza inferior”.
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"Y dale Messi, dale dale Messi...."
Esta es la matriz a la que llegarían los inmigrantes chinos que habrían de venir a la Argentina. No arribaron contingentes de coolies, como sucedió en Estados Unidos, Perú, Cuba y algunos países de Centroamérica, pero a principios del siglo XX ya eran una colectividad que desfilaba sus rasgos y ropas exóticas en La Recova.
Durante todo el siglo siguieron incorporándose al país como una inmigración discreta, la mayoría provenientes de Guangdong, que no llegó a formar una “ola” sino hasta los años de 1980. En los ’60, Buenos Aires, como todas las grandes ciudades del mundo, tenía algunos restaurantes chinos, y llegó a formalizarse un grupo de jóvenes que recitaban poemas, bailaban, cantaban y desplegaban otras actividades de la cultura clásica china. Entonces, y por muchos años más, la Embajada podía invitar a una porción grande -si no a toda- la colectividad a celebrar cada 1º de Octubre el nacimiento de la República Popular, con la que Argentina estableció vínculos formales en 1972. Tan pocos chinos eran la comunidad en Argentina. No alcanzaban para nutrir a los argentinos de una imagen de China. La imagen estaba hecha de ecos que llegaban de otros países, por los periódicos, las revistas, los libros y el cine.
En los ‘70 comenzó a aumentar suave pero sostenidamente la llegada de taiwaneses, y la tendencia se afirmó hasta hacerse maciza en la segunda mitad de los ‘80. Los restaurantes chinos se multiplicaron, se especializaron en rotiserías, bajaron los precios, aparecieron los “tenedor libre”. Cuando éstos se generalizaron en Buenos Aires, comenzaron a expandirse a las ciudades grandes del interior.
Los chinos ofreciendo comida integraban el imaginario de los argentinos. Los taiwaneses no hicieron otra cosa que capturar las tradiciones de los restaurantes establecidos hacía décadas y repetir una imagen internacionalizada. En tres o cuatro años, los restaurantes chinos dejaron de ser una alternativa especial para conformar una porción de la oferta gastronómica de la ciudad, como las pizzerías, las parrillas o los locales de cadenas de comida rápida. Rotiserías y tenedor libres chinos podía haberlos en todo el mundo, pero comenzaron a formar parte característica de la vida porteña. Se había incorporado lo exótico. Inevitablemente, cada tanto aparecía una folclórica sospecha sobre los ingredientes o la higiene de la comida, pero era más un mecanismo paranoide que una actitud determinante, porque de otra manera no se habrían multiplicado las casas de comida china de la manera en que lo hicieron. La realidad es que masas de argentinos se han nutrido y crecido con el chow fan, el chop suey y el chow mien que les han preparado y servido un ejército de chinos nuevos argentinos, tal como lo hacía Hop Sing con los Cartwright de El Gran Chaparral.
En ese escenario se enfatizaban en los chinos los atributos de buenos cocineros y buenos comerciantes. Y se los veía desplegar una laboriosidad inagotable, que remitía a la agitación de las superpobladas calles chinas que aparecían en las películas, pero también a la sacrificada estrategia de los inmigrantes pioneros, chinos, polacos o italianos, dispuestos a inmolar sus vidas en la hoguera del trabajo en pos de que su familia tuviera un lugar en la nueva sociedad. Una cantidad de rasgos señalados como típicos de los chinos y por los que se los ha vapuleado fueron los de cualquier primera generación de inmigrantes: la tenacidad del ahorro, el consecuente hacinamiento y vida de rigurosa austeridad, el hermetismo, la falta de integración.
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La presidenta CFK con un niño de Beijing.
Las dificultades para que se establecieran lazos de amistad vecinal entre argentinos y chinos se debieron también al gigantesco atolladero idiomático. Prácticamente nadie hablaba chino en Argentina cuando la inmigración ganó volumen, y los chinos no hablaban español. Los recién llegados no sabían cómo preguntar por un médico, y cuando finalmente lo hallaban, el médico no sabía cómo hacerse entender. La cineasta Verónica Chen fue a visitar el pueblo en el interior de China donde había nacido su padre. Fue sin saber hablar chino; nos relató que “una vez que estuve en aquel pueblo, una mañana salí a caminar sola y de repente descubrí que no podía entenderme con nadie, ni podía entender los carteles, ni cómo funcionaba aquella ciudad… Tomé conciencia de que si me perdía, podría vagar por allí indefinidamente, quizás no encontrara la forma de regresar”.
Sin embargo, el padre de Verónica Chen, quien llegó décadas antes que los taiwaneses, no sólo no se perdió en Argentina, sino que supo hacerse una vida, que incluyó una hija (una cineasta de excelencia) que temió perderse en las calles donde él se crió.
Los chinos inmigrantes desde 1980 tuvieron algunas ventajas respecto de los anteriores porque sus predecesores, con más tiempo en el medio local, iban sirviendo de traductores e intérpretes, y porque de todos modos tenían paisanos con quienes hablar. Además, los taiwaneses tenían un sentido de lo occidental más afirmado que el pico inmigratorio que los siguió, compuesto mayormente por fujianeses. Si el obstáculo del idioma había empezado a ceder, la llegada de los inmigrantes de la región de Fujián volvió a solidificarlo.
Fue inevitable que los cauces de actividades económicas de los inmigrantes chinos buscaron prescindir al máximo del uso del lenguaje: a las casas de comida se sumaron los bazares, luego las lavanderías de ropa y al fin los supermercados.
La barrera del idioma terminará cediendo, considerando a la porción de origen chino como un todo dentro de la sociedad argentina. Ciertamente quedarán aquellos que llegaron adultos y no pudieron hablar -o se las arreglaron para eludir- el engorroso idioma castellano, pero sus hijos lo están aprendiendo con hermosa rapidez (el problema empieza a ser el inverso: los hijos de chinos que llegaron de pequeños o nacieron aquí y no están aprendiendo el idioma chino). En pocos años veremos a la comunidad china en nuestro país dar la vuelta de campana que notó Carlitos Lin, locutor del ISER y descendiente de taiwaneses: “No es sólo una cuestión de manejar técnicamente otro idioma: cuando un chino puede finalmente hablar con un argentino, cuando se puede comunicar, le cambia hasta la personalidad. Ya no es ese tipo hosco, cerrado… Es otro”.
Por cierto, Carlitos Lin no se dedica a ninguna de las actividades tradicionales de los chinos en Argentina. Lo mismo sucederá con la gran cantidad de chinoargentinos que han pasado, pasan o se dirigen a la universidad. Posiblemente las rotiserías, los restaurantes, los bazares, los lavaderos de ropa y hasta los supermercados queden como recuerdos de la época de la inmigración, como hoy lo son los comercios de sirios y judíos rusos, los cafés de los españoles y las tintorerías de los japoneses. El cambio del semblante chino será, para entonces, muy grande, y los chinos serán otros diferentes de los actuales.
Mencionamos las infaltables prevenciones folclóricas focalizadas en la comida. Pero los pequeños o grandes miedos contra los chinos entre nosotros no tenían por qué limitarse a un aspecto. Siempre los extranjeros que vienen a nuestro territorio causan resquemor, mucho más si tienen un pensamiento, costumbres y modos de vida diferentes, y mucho más aún si hablan un idioma que no comprendemos. Podrían estar diciendo en nuestra cara algo que nos perjudique y no lo comprenderíamos. Dentro de sus casas y negocios podrían estar haciendo cosas en contra de nosotros y no lo veríamos. Así, sólo nos queda la sospecha. Precedida y alimentada, además, por la tendencia a la desconfianza y la xenofobia.
No es de extrañar que apareciera esta posición y comportamiento entre los nativos de aquí. Sucede con los nativos de cualquier lugar.  Y de otros lugares importamos la policial leyenda de la mafia china. Más allá de que existan organizaciones que operan fuera de ley, se construye una leyenda, que puede nutrirse de una realidad pero sólo existe si responde a la necesidad de conformar un cuadro. En este caso, uno complejo, en el que funcionan chinos mafiosos, cómplices locales, argentinos a quienes le sucede lo mismo que los europeos y noteamericanos, víctimas que viven con el corazón en la boca, argentinos invadidos, policía y autoridades corruptas, buenos y malos, etc.
Con la mafia china los argentinos seguimos el movimiento de todo Occidente respecto de la concepción de los chinos. Dejaron de ser aquellas figuras típicas de un mundo casi irreal, de la época cuando todo parecía inmutable, para transformarse en una fuente de peligro. La proximidad convirtió la condición de otros de los chinos en una amenaza. Entre el Apocalipsis, el Calentamiento Global, la Invasión Extraterrestre y otras, el Peligro Amarillo es una de las calamidades largamente cultivadas por la Humanidad.
Podrían haberse elegido otros aspectos del imaginario sobre los chinos para caracterizarlos (la autoridad de la mujer, la vocación artesanal, una relación entre el individuo y el conjunto en la que siempre prima el colectivo, el rigor como forma de criar a los niños) pero se eligió en muchas ocasiones concebirlos como mafiosos, enfatizando que son taimados, delincuentes, crueles, codiciosos.
El  rol que han cumplido los medios de comunicación masiva en esta estigmatización ha sido decisivo. El conflicto, el suspenso y la facilidad que ofrecen las historias de mafia para ser entendidas han sido capitalizadas por la prensa. No nos asombraría que una investigación demostrara que cerca de un tercio de las noticias referidas a chinos en Argentina se relacionen con una mafia cuya existencia está descontada.
Amortigua las sospechas oscuramente malintencionadas sobre qué hacen los chinos puertas adentro de sus casas, su idioma y sus sentimientos, el que no se haya formado en Buenos Aires un barrio chino al estilo de los que hay en San Francisco, Montreal, París, etc.  El Barrio Chino ubicado en Belgrano es sólo un paseo de restaurantes, supermercados y bazares de no más de seis cuadras. La diferencia básica con los barrios chinos de otras ciudades es que este no alberga residentes chinos. Por alguna razón, las primeras familias inmigrantes de la ola grande de los 80 siguió la débil tradición que marcaron en Buenos Aires los chinos históricos y se dispersó por la ciudad. Luego, la inmigración más firme de fujianeses continuó la estrategia, esta vez funcional a la actividad económica a que se abocaron, la instalación de supermercados. Resulta particular de la capital de Argentina que tenga dispersas a sus colectividades de origen japonés y chino, mientras los coreanos están fuertemente concentrados en el barrio de Flores Sur.
Este esquema demo-geográfico se condice con el mapa de asociaciones sociales que nuclean a los miembros de la colectividad china —con esta constatación, el término "colectividad" pierde sustento. Los porteños que visitan el Barrio Chino encuentran allí una Asociación Taiwanesa, una iglesia protestante y un templo budista.  Hay otras iglesias similares y unos pocos templos más en la ciudad, apenas visibles para el barrio en el que están. Si hay asociaciones civiles, son desconocidas para el resto de los habitantes de Buenos Aires. Acaso la única entidad visible, fuera de las representaciones diplomáticas, sea CASRECH, la Cámara de Autoservicios y Supermercados de Propiedad de Residentes Chinos, que agrupa a cerca de 4.700 comercios.
Hay chinos en casi todas las cuadras atendiendo su supermercado, muy excepcionalmente se ve un chino o una china vestidos de ejecutivos, más raramente aún se descubren turistas chinos, aunque empiezan a llegar, y hay una pequeña concentración en el Barrio Chino, o sea, hay una comunidad dispersa. Más bien se diría que hay una cantidad importante de chinos (los medios repiten la afirmación de un argentino que estaba al frente de  CASRECH, que indicó que la cantidad alcanza los 120 mil) sin otra amalgama o articulación social que la certeza de su origen y las hipótesis sobre cómo se componen las familias, y las sospechas y especulaciones acerca de cómo están dentro de tramas mafiosas.
Esas nubes de conjeturas habilitadas por la muralla que separa los idiomas siguen fecundando las fantasías por el exotismo de lo chino. Este es el costado más atávico de la imagen de China, la que habilitó Marco Polo. Dentro de sus murallas, China es la realidad tan diferente que acaba siendo inclasificable e impredecible. Cualquier cosa puede pasar, desde dragones volando hasta la transformación del comunismo en capitalismo, el “socialismo de mercado”. Está más allá de cualquier extremo. Es el lugar donde habita lo imposible y por tanto lo fabuloso, lo mágico; donde lo milagroso es lo normal. Un mundo habitado por criaturas únicas, personas que tienen poderes inimaginables, multitudes inconcebibles que llevan a cabo obras irrealizables. Pues de aquella realidad irreal es que alguien ha sustraído pequeñas chispas: objetos brillantes, labrados intrincadamente, misteriosos, y los ha traído para venderlos en los pequeños y abigarrados bazares de la calle Arribeños. En plena Buenos Aires. A unos minutos de viaje desde el Obelisco. Y además, a un precio ridículo.
La gente concurre en masa al Barrio Chino de Belgrano, a estar un rato en un pequeño remolino de la China exótica, comiendo su comida mítica y viendo y comprando, con sólo un puñado de monedas, chucherías inverosímiles, partículas de otra realidad, mágica y eterna.
En este plan no es del todo ajena la satisfacción por sentirse perteneciente al cosmopolitismo, porque además de aquella imagen clásica, lo marca China también está asociada con el “nivel internacional”.
Desde mediados de la década del 2010 el flujo inmigratorio comenzó a ceder. Mientras, los chinos se argentinizan cada día. No está lejano el futuro en que el actor Ignacio Huang, consagrado en la película Un cuento chino, sea convocado para que actúe un papel que no sea “de chino”.
La pregunta que empieza ahora es qué está aportando la cultura china al ADN argentino. O sea, cómo será este país una vez asimilada la idiosincrasia que trajeron esas personas llegadas desde tan lejos para habitar en suelo argentino.