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martes, 26 de marzo de 2013

Adiós tío Lo Yuao



Era uno de la banda de chinos a la que pertenecía mi papá. Desde la familia de mi mamá yo miraba a mi papá y detrás de él a los otros chinos.

Por otro carril tenía una relación directa con ellos, pero esa conexión sólo existe cuando la reconstruyo hoy.

Esos chinos habían llegado en tropel a San Nicolás en 1954 para instalar una fábrica textil. La fábrica se llamaba Estela. Quizás alguien eligió el nombre pensando en facilitarle la cosa a los chinos en su momento de  aprender español.
Cuando terminaron de ponerla en marcha muchos regresaron a China y otros se quedaron, buscándole la vuelta a la forma de permear la frontera de los Estados Unidos.
Mi viejo está en Nueva York.
En cambio, algunos se quedaron en Argentina; muy pocos, menos de una docena, de los 80 que llegaron.

Mi viejo y Lo Yuao pusieron una casa de fotografía en el centro de San Nicolás. La desarmaron cuando Lo Yuao emigró a Buenos Aires. En casa recibimos una pila de objetos de la casa de fotografía, un libro de dibujo, lápices y otros implementos artísticos. Alguien me dijo que todo aquello era un regalo de Lo Yuao.
Yo ya tenía afirmada la idea de que Lo Yuao nos hacía regalos y nos quería.

Esa imagen permanecía inalterada cuando llegué a Buenos Aires años más tarde para estudiar en la Universidad y fui a visitarlo.
Me mostró que pintaba y con su exigüidad me ofreció su parentesco.
Lo frecuenté, aprendí algo de su pintura —los planos, los espacios abiertos, la soledad. Charlé con él de religión, de política.

Volví a dejar de verlo cuando me fui de Buenos Aires y otra vez lo recuperé en un nuevo regreso, veinte años más tarde. Para entonces yo andaba por los 40 y él por los 70.  Sin proponérmelo, lo visitaba como a un tío. Íbamos a comer con mis hijos y con mi hermana, cuando ella venía a Buenos Aires. Un día comencé a entrevistarlo para escribir su biografía. Fue un fuerte momento entre él y yo. Luego escribí un cuento sobre nuestra relación.

Mi amigo Camilo Sánchez leyó la biografía y se le encendieron las ganas de conocerlo. Camilo siempre se sintió fuertemente atraído por la cultura china. Conocía el I Ching casi de memoria, había tenido un maestro chino de tai chi y guardaba un arsenal de 18 versiones del Tao Te King.
Le propusimos a Lo Yuao quimeras a las que con amabilidad no se negó. Nos embarcamos, por ejemplo, en una nueva traducción del Tao. Trató de enseñarnos la  caligrafía china, luego el idioma chino. Nos quedó la noche en que se trajeó, con esa decencia y humildad de los hombres que viven la soledad en paz, para ir al casamiento de Camilo.
Y nos quedó la tarde que trazó los ideogramas que mi hijo Fernando se habría de tatuar en un brazo.
Nos quedó la felicidad que tenía cuando lo llevábamos en el pequeño auto rojo de Camilo. Correr por las calles en un auto con amigos era un plan insuperable para Lo Yuao. Una fiesta. De lo mejor que le podía pasar en su vida. Estaba feliz, contándonos chistes y disfrutando la vida como si no fuera a morir nunca. Y, cuando murió, nos quedaron también sus cuadros.

Fuimos a verlo al velorio. “Parece que sonríe”, dijo Camilo, que fue con Silvana, su esposa.

Después de que algunos paisanos chinos mandaran sus cenizas a Hong Kong, tuvimos otro sueño disparatado con Camilo, el de poner su obra en valor.
Un día invitamos a los amigos a un centro cultural, donde desplegamos en un salón mesas sobre las que apoyamos álbumes con pinturas, pinceles, tintas, libros, en fin, las cosas en las que habían fluido sus días. Fue una especie de museo fugaz, que existió de 19 a 22 de un jueves de otoño.

Con los años hicimos una revista argentina china y eso nos dió poder para convencer a la fundación de un banco de que enmarcara 30 obras y las exhibiera. La misma colección fue mostrada por un Instituto Confucio en La Plata.

Hoy vengo de presentar una nueva exhibición. Fue en una galería de arte en medio del barrio chino de Buenos Aires. Hubo algunas personas, muy pocas. Seguramente las recordaré, porque siempre se recuerdan las personas que concurren a una ocasión a la que deberían concurrir muchos y casi todos desistieron.  Hoy fue parecido al velorio de Lo Yuao.

Los días después que llevé a mi departamento, como había ocurrido 40 años antes, las cosas que dejó Lo Yuao antes de partir, jugaba con la sospecha de que su espíritu se había instalado conmigo. A la mitad de la noche se encendía solo el televisor y muchas veces sentía muy insistentemente una presencia, como se siente que alguien te mira fijo desde atrás. Luego Camilo convirtió aquello en esa superstición que es licencia poética: “el viejo nos mira”, decía.
Ciertamente, los muertos no se desprenden con ligereza de mí. Los atraigo. Se creen que si se agarran de mí seguirán vivos. Son una especie de vampiros. Empiezan el día que se mueren, convenciéndome de que no se murieron. Cuando murió mi tía Tita estuve divertido, casi burlándome del duelo de los demás, desprendido completamente del dolor. Desde afuera me habrán visto como un alienado, un negador rotundo de la muerte. Luego, el recuerdo, no, el presente, la presencia del muerto se me instala.

Tengo que dejar ir a Lo Yuao, y convencerlo de que su paso por el mundo ya terminó. Me cuesta mucho soltarle la mano, porque también es la mano de mí viejo, y del Gringo Pérez, y el Bueno Laver, y de la tía Tita, de la tía Irma, y es también las manos de otros que morirán, y es mi mano, soy yo, que ya he muerto, y me doy una pena tan entrañable muerto.
Pero tengo que enterrar a Lo Yuao. He de enamorarme de otras cosas, que sean más fértiles que un muerto.
Quiero enterrar esa tenacidad de persistir toda la vida, la lealtad hasta muerte y más allá, vencer o morir, que elige causas de antemano podridas.
Quiero fecundar con ese fanatismo absurdo, ocurrencias que resulten en vida.
Quiero dejar de probarme que puedo darme un banquete de muerte, zamparme una orgía de muertos, porque me sobra la vida, porque soy inmortal.
Lo Yuao quizás está rogándome que lo deje en paz. Quizás está rezando un Libro Tibetano de los Vivos que sacó de la Biblioteca de la Muerte, que instruye sobre cómo convencer a los vivos de que alguien murió. Quizás, en fin, yo estoy empezando a oír sus oraciones.


Buenos Aires, 22 de marzo de 2013