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viernes, 21 de junio de 2013

Lonquimay, el volcán


En un rato nos vamos. Vengo al gran living, donde están todos los del contingente (son muchos, más de quince) un poco inquietos, por la posibilidad de olvidarse algo, porque no se haga tarde, por el avión, por la despedida, por lo que se encontrarán en casa.
Pero yo estoy abstraído de esa agitación tensa, sólo miro al volcán. El volcán Lonquimay. Él concentra toda mi atención. Es un volcán poderoso -bueno, todos los volcanes son poderosos... pero este tiene una presencia constante, día y noche, e incluso cuando la tormenta de nieve era tan fuerte que sólo se veía blanco; yo pensaba en ese momento cómo correría el viento en las zonas altas del volcán. Y cuando el primer día busqué una orientación para meditar, no lo hice según la intuición desnuda como suelo hacer, sino en referencia al volcán.






Ahí está ahora: yo escribo sobre él y él está frente a mí, dormido como un león, con las entrañas calientes y el cuero fresco. La placidez de su sueño debe ser infinita, con la luz del sol bañándole el lomo, revelando la nieve de blancura aterciopelada y perfecta.  








Saludo al volcán, a quién no sé cuándo volveré a ver (el futuro impredecible es mi tiempo verbal congénito).

Me despido de él cuando amanece y la primera luz del día lo ilumina.