Esta mañana en la ducha, en lugar de agarrar el shampoo,
agarré la crema de enjuague. Una pequeña, casi imperceptible equivocación,
intrascendente (ni quiera llegué a ponerme la crema en el pelo), pero me hizo
recordar a mi amigo Marcos Margulis.
Inevitablemente Marquitos.
Cada tanto le pasa como me pasó a mí, y en vez de ponerse su
pantalón de vestir, camisa celeste, corbata vieja y saco de corderoy grande
ropa para ir a trabajar al estudio de su primo el abogado, se pone la ropa de
Heidi. Lo veo y como no puedo creer lo que veo, sospecho siempre que es un
cínico sin límites, pero luego compruebo que no. Él se presenta sin darse
cuenta de que tiene los zapatos de niña, las medias blancas, la pollera de
pequeña monja, manchada del jugo de las flores de la montaña sobre las que se
ha sentado, con algunos pelos de las cabras que abraza, con los cachetes
colorados por el sol de las alturas, esa cara estática de estado suspendido
para siempre y esos grandes ojos de alegría porque el abuelo la ama, tiene a
Pedro, tiene las mariposas, tiene a Clarita y el pasto que se mece por la brisa
de las laderas.
La realidad me vuelve a tirar hacia la maldita mugre de la
ciudad aquí abajo y me digo que Marquitos sí sabe que tiene esa ropa aberrante,
monstruosa, y que su expresión de dibujito animado encerrado en una película
que no se proyecta desde 1975, es para seguir alienado, para no mirarse, no
saberse en ese estado, porque de hacerlo la tristeza le derretirá la cara.