Ayer Pablo hizo su fiesta de cumpleaños. Lo llamé a la
mañana, a los gritos para abrazarlo por teléfono, pero cuando llegamos a su
casa me enteré que había cumplido dos días antes. Recordé lo que suele decirme mi
primo Fernando, "no olvido los cumpleaños: no los sé".
Fui con Victoria; en las presentaciones la mamá de Valeria, esposa
de Pablo, me dijo "te felicito, es muy linda". Pensé que el
comentario indicaba también: "con vos somos familia". La familia tiene
poder de aprobación de los novios y las novias. El ermitaño en que logré
convertirme dio un pequeño respingo, mientras me dejé abrazar por la agradable
y cálida sensación de ser adoptado.
Además de los papás de Valeria estaban sus hermanas y
sobrinos, y los papás de Pablo, que habían llegado desde Monte Hermoso. La
fiesta estaba llena de familia y comida. Los amigos, en cambio, habíamos
aportado libros.
Nos sentamos a un costado de la familia. Además de nosotros llegaron
Silvina y Pedro. Conozco a Silvina desde que éramos muy jóvenes, y con Pedro
nos une una amistad también veterana y que ha pasado por varios trabajos. Ellos
se conocieron por mí y han estado saliendo desde hace unos meses, pero no los
había visto juntos. Fue una gran alegría. Silvina, con Pedro al lado, ha
fortalecido su nobleza y su lealtad brilla agradablemente. Pedro se ha vuelto
más macizo y en general sus rasgos, como me sucede también, se están haciendo
densos hasta lo asombroso; las cejas cada vez más anchas, los ojos cada vez más
transparentes, la espalda cada vez más grande. Como estábamos comiendo mucho,
contó de su abuelo, un español que adoraba la fabada, y comió tanta que en un
momento dijo “me voy a dar una vuelta manzana, a caminar un poco, así bajo la
comida y puedo comer un poco más”, pero apenas atravesó la puerta, se cayó de
bruces, desmayado por haber comido tanto.
El banquete de empanadas, matambres, carne asada y un
surtido prodigioso de tortas que había preparado Vale no me dejaba otro camino
que el del abuelo de Pedro.
Familia y comida van fácilmente juntas. Te quiero, te nutro,
te crío.
Fue la primera vez que vi juntos a Silvina y Pedro, y
también fue el día que ellos conocieron a Victoria. Con Pedro nunca charlamos —más
bien somos de hacer cuando nos juntamos, especialmente comer—, pero a Silvina
hace más de un año que le cuento de Victoria, y hasta le pido consejo. Cuando
estábamos los cuatro en aquel sillón me sentí muy orgulloso de Victoria, y
sentí que lo nuestro está muy bien, y cómo estamos de enamorados.
Hablamos del balneario Monte Hermoso, donde Pablo se crió.
Victoria se interesó, porque tiene siempre el alma en el mar, y Don Dipascuale
y su esposa detallaron cómo allí el sol sale y se pone en el mar, el agua es
tibia y lo placentero que es marzo, cuando los bañistas han dejado en libertad
el verano tardío, más denso y tan caliente como hasta entonces. Don Dipascuale
nos invitó contento y nosotros nos miramos con el deseo de viajar que siempre
tenemos.
Se produjo entonces un alboroto entre unos padres y los
chiquilines. Luego de un rato comprendimos que algo había sucedido con la
pelota que le habíamos llevado a Ciro ese día para que guardara un buen
recuerdo de los cumpleaños de su papá. Era una bola transparente que le
compramos a los chinos, relleno el interior de un líquido en el que nadaban dos
peces. Hasta que se puso a jugar con ella Ciro no nos dimos cuenta de que al
hacerla rebotar se le encendía un corazón de luces rojas y verdes que
parpadeaban con mucha fuerza. Ahora estaba garantizado que Ciro recordaría el cumpleaños
de su papá. Se le ponía una carita de éxtasis mirando la pelota que tenía en
las manos, largando luces vivas. Es lo que le sucedería a cualquiera que tenga
dos años en este mundo. "Años después, el coronel Ciro Dipascuale habría
de recordar la remota tarde en que su padre le dio una bola líquida, de cuyo
interior transparente salían luces".
Pero he aquí que el alboroto se debía a que la pelota se
había perdido. Estaba en pleno desarrollo una investigación plagada de regaños,
amenazas y ultimátums, de lo que quedaba en claro que nadie había sido —se sabe
que las pelotas ruedan solas— y la creciente sospecha de que la pelota se había
escapado por un agujero del tejido protector del balcón que daba a la calle
para arrojarse hacia la libertad. Hasta la calle había seis pisos. Victoria,
que es una de las personas más determinadas e inclaudicables que conozco, no
podía asumir la pérdida así como así y porfiaba en que bajáramos a la calle a
buscar la pelota. Ahora pienso que hubiera sido lo correcto que toda la familia
compuesta hubiéramos bajado y nos hubiéramos dedicado a buscar la dichosa
pelota. Habría sido un gran cuadro. Pero no estábamos tan sueltos como para hacer
hecho eso, y en esa contención quedó atrapada Victoria.
Pablo dijo que las cosas llegan y se van, los demás
coincidimos, alguien dijo que Ciro habrá aprendido que las dichas aparecen y se
disuelven de la realidad caprichosamente. Y capítulo terminado.
Luego los del sector amigos charlamos de las cosas de
siempre, libros, películas, teatro, música. Sobre todo, de libros. Pablo nos
contó qué libros le habían regalado e hizo un repaso de la larga lista que está
leyendo: un ensayo de economía de Aldo Ferrer, una novela de un ruso situada
hoy, explicando la estrategia de Putin para llegar al poder, un grueso tomo de
textos de Jacques Lacan. Está cursando un seminario de Jacques Lacan. Y es
odontólogo. Lo que le sucede, en realidad, es que es un genio. Tiene una mente
a 12 mil revoluciones y una energía perfecta. Un amigo dijo de él: "es el
único odontólogo de orientación lacaniana". Mientras charlábamos Pablo puso
un álbum de Adele. En un momento lo vimos hacer la acrobacia imposible de
masticar una empanada, hablar de Sam Rockwell y ¡cantar un tema de Adele!
"¿Cuándo tenés tiempo de aprenderte esas letras?" le preguntamos,
sabiendo que, además de leer todos los libros que lee simultáneamente, atender
su propio consultorio, atender en dos clínicas, ser papá, ir al gimnasio y
cursar el seminario de Lacan, está construyendo una pequeña clínica propia.
"Soy medio vitrola", dijo, "me lo ponés una vez y lo
reproduzco".
Pablo es un ave rarísima, y un amigazo, de los que sólo
pueden hallar las personas que tienen una suerte excepcional. Yo le tengo un
agradecimiento inacabable porque sea mi amigo.
Luego de que nos invitáramos con Pedro unas rondas de
tortas, corriendo el riesgo de terminar como su abuelo, y viendo que casi todos
se habían ido, decidimos marcharnos, con gran pesar —al que no poco le debían
nuestras ganas de seguir abrevando en aquel banquete.
Nos abrazamos, nos prometimos vernos pronto. En la vereda
tuvimos con Don Dipascuale nuestra inevitable charla de política, mientras Victoria
se distrajo por ahí. La política no le interesa en lo más mínimo. Al fin nos
despedimos, volviendo a jurarnos que nos juntaríamos en Monte Hermoso en el
próximo marzo.
Fue entonces que Victoria me dijo "mirá", y me
mostró lo que tenía en la mano: la pelota de Ciro.