Me gustan
esas vacaciones en que uno va a un lugar para pasar unos días, en plan muy
transitorio, pasajero, raudo o fugaz, tocar el lugar lo menos posible, no
contaminarse, casi no mancharse, pero luego hace una vida allí, saliéndose de a
poco de la pasarela prevista como un cerco, esterilizada, comiendo lo que comen
los del lugar, familiarizándose con la dueña de la posada, haciendo propias las
calles de alrededor. Haciendo querencia. Sintiendo en un momento que vive allí,
o más aún, que siempre vivió allí. Al fin, saludando con tristeza, incluso
cierto desgarro, a aquellos de quienes se ha hecho amigo, no sabiendo muy bien
cómo despedirse del lugar, de la vista desde una ventana, del almacén chiquito
adonde iba a comprar cualquier cosa, de la cama, sus sábanas, la luz que la
iluminaba a la mañana, de un determinado paredón, de la playa, del vendedor de
choclos, de las plantas, que son muy de ese lugar; con esa especie de confusión
por tener un tonto adentro que no sabe que ya no estará más, y por tener
alguien que es conciente, pero que es torpe y no sabe cómo despedirse, cómo
saludar, decir hasta siempre, hasta nunca o hasta el verano que viene, ni sabe
qué hará con el pedazo de todo aquello de ese lugar que se lleva prendido.