Cuando llegó la hora de que yo hiciera mi primer viaje solo
en un colectivo, mis padres, mis tíos y otras personas deliberaron sobre la
conveniencia y el peligro que ello implicaba. Ganó el "sí", pero
entonces vino la catarata de advertencias y recomendaciones, tanto que en todo
el camino en que alguien me acompañó a la parada y cuando finalmente estuve
solo frente al chofer, en el momento de pagarle, yo estaba tan entusiasmado
como tenso.
En el viaje dos muchachos se
pusieron a hablarme, justo lo que esperaba y temía. Recuerdo que estaban
admirados por el gran sobretodo que llevaba —supongo que los sobretodos de
todos los niños del mundo que recién cumplieron seis años son enormes. Parecían
divertidos conmigo. Uno tenía una cicatriz en la cara que le atravesaba el ojo.
El párpado de arriba le quedaba siempre un poco abierto y le habían quedado tres
pestañas separadas, que apuntaban a cualquier lugar. Yo no quería mirarle la
cicatriz, pero a veces no podía quitar la vista de ella.
Me preguntaron adónde iba y yo, como a la maestra, les dije
a la perfección todo lo que sabía: iba a casa de mi abuela, que vivía frente al
cementerio con mi tía Irma ("Irma", repitieron los muchachos), que le
había regalado a su marido, mi abuelo Emilio, una camisa muy moderna, que no
necesitaba ser planchada ni lavada; les conté que comería canelones que haría
mi tía Irma y el postre que haría mi abuela, helado caliente. Los muchachos
sonreían con todo mi relato y se rieron a carcajadas con lo del helado
caliente, pero yo no había querido hacer un chiste, sólo repetía con exactitud
lo que me habían dicho.
Cuando el colectivo llegó al cementerio, el chofer y los
muchachos me dijeron que me tenía que bajar, me saludaron con gran amabilidad y
corrí, los chicos siempre andan corriendo, a casa de mi abuela."Contanos
cómo viajaste", me pidió mi tía Irma mientras cocinaba, y le hice el
relato de aquel viaje de ocho cuadras. Me guardé, sin embargo, el asunto de la
cicatriz.
2006
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