Con varios asuntos puedo decir “llevo una vida entera
tratando este asunto”. Las películas de Woody Allen, la escena del
encantamiento con la luna, el horror del cachorro desvalido, por ejemplo.
Otro ejemplo: la insustancialidad de Borges. A los 20 años,
discusión con Pablo Makovsky. Yo sostengo que Borges no vale nada porque es
sólo superficie, a lo que Pablo responde, apoyado en Tzevan Todorov, que la
forma es el contenido.
A los 43 encuentro que Jerzy Kozinski sentencia también que
Borges no ha aportado a la literatura más que elementos decorativos.
A los 51 Camilo Sánchez me cuenta su admiración enorme por
Borges porque “esá completamente concentrado en trabajar las formas”.
A los 35, en una de las decenas de veces que seguimos discutiendo
el tema con Pablo Makovsky, su mujer, Mariela Mangiaterra, acota: “es una
cuestión de fondo, Pablo vive en el sintagma, vos en el paradigma”.
Etcétera.
Y he aquí que me sale al encuentro ayer, desde el Borges de Bioy Casares, que Borges
ofrece, depurado y con una forma notable, mi argumento contra él. Están leyendo
una Biblia y Borges dice: “Estoy seguro de que todo es verdad. No digo los
milagros, claro está… Pero ¿quién iba a inventar todo eso? No un discípulo
ignorante. ¿Qué novelista sería capaz de mejorar la conversación de Cristo y
Pilatos, del judio y del romano? Cada uno está en su mundo —habla en cross-purposes—, y no se recurre a
idioteces de vestuario o a las trabajosas invenciones de Walter Scott o de
Flaubert. La diferencia está dada desde adentro. ¿Y qué mejor que el sueño de
la mujer de Pilatos, la lavada de manos, el buen ladrón, el ‘Dios mío, Dios mío
me has abandonado’? Al leerlos los episodios vuelven a conmoverme; en cualquier
redacción conmueven”.
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