Ya se nos fue mayo…
Se nos termina el otoño —y parece que nunca empezó, sólo amagó
unos pocos días, porque hoy aún es verano…
Se nos va terminando la mitad del año —y ayer nomás era tan
nuevito, que parecía que siempre iba a brillar…
Se nos arruinó el 2015, casi.
Este fluir del tiempo tan desquiciadamente acelerado me llena
de congoja y me causa una angustia que no hay modo de reparar.
Y entonces me da por recordar los indios que conoció
Lévi-Strauss en el Amazonas.
Gente que ¿qué hacía? Nada. La perfecta nada. No se peinaban
ni se cortaban el pelo, sino que disfrutaban sus crenchas y sus piojos, porque
los piojos eran ocasión de mimarse unos a otros.
No construían casas, no corrían el colectivo para no llegar
tarde al trabajo, no iban de una ventanilla a la otra de la obra social, no
pagaban penalidades por atrasarse en la cuota del seguro de vida, no iban a la
reunión con el psicopedagogo que les informaría que su hijo tiene un síndrome
de hiperactividad, no iban a la clínica veterinaria porque a su mascota le
había salido un pequeño bulto preocupante.
Nada de eso.
No hacían nada.
Estaban tirados. Sobre la tierra de la selva.
Acostados, tocándose, apartando los niños con la mano para hacerse
el amor, contándose historias y charloteando de un millón de cosas de
realidades mucho mejores que la nuestra.
Se levantaban, sí: para ir y bajar un panal de avispas,
molestarse un poco porque los picaron y luego traer la miel. Y se volvían a
tirar, ahora embardunándose de miel.
O se levantaban para ir al baño, o para ir a tomar agua. O se
levantaban porque estaban cansados de estar tirados.
Lévi-Strauss se afanó en entender cómo esos indios tenían su
pensamiento estructurado. ¿Había algo con menos onda para hacer con esas personas?
Seguro que Lévi-Strauss también se divirtió un poco. Quizás,
incluso, haya llegado a tirarse en el piso.
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