Clark es el actual marido de mi mamá. Un gigantón de 160 kilos
de músculo, que hace asado todos los días, con unas manos que no necesitarían
mayor esfuerzo para arrancarle la cabeza a un perro mediano y que hace unos
meses se desplomó de un techo —se partió el cráneo y seis costillas, y
resquebrajó el piso.
Mi mamá lo cuidó hasta que sanó y hace unos días Clark cuidó a
mi mamá, que estuvo en el hospital internada por una crisis cardíaca y
respiratoria que casi la mata. Han hecho una buena pareja. Son compañeros como
dos perros.
Una tarde Clark salió de visitar a mi vieja en terapia
intensiva con los ojos rojos: mi vieja la había dicho que en toda su vida nadie
había estado junto a ella como él. Luego él le propuso, cuando ella tenía una
pata del otro lado y más bien la conectaban con este mundo las mangueritas y
los cables, que tenían que mudarse, comprarse un lugar para ellos solos, un
lugar lindo, sin gatos, sin mugre, sin la sobrecarga de trastos y pasados que
estorben, enreden y maniaten. Fue una gran jugada. Estoy seguro de que esa
propuesta sacó adelante a mi mamá mucho más que la medicina.
El cotidiano que llevan en la cocina, tomando mate, charlando
con la tele prendida y el loro en el patio, es lo más parecido que he conocido
a la eternidad. Sin embargo, se mueven. Un día llegué a visitarlos y resultó
que se habían casado. Un cura amigo de Clark al que habían recibido cuando fue
a ver a la Virgen, desplegó el sacramento allí mismo, en la cocina. Clark se
paró, mi mamá se secó las manos con el delantal, se pusieron juntos lado a lado
y el curo hizo el ritual más tercermundista del que tengo noticia.
Yo, que había creído que mi mamá acabaría su vida sola y
renegada, enfrascada en los chalecos de sus neurosis, tiene el amor y la vida
más linda entre las personas de nuestra familia.
Es algo que me da mucha esperanza.
Bravo por Clark y por Louise.