¿Qué tenía que hacer yo en casa de Juana Bignozzi? Toda mi
vida he aparecido en cualquier lugar, desubicadísimo. Había una chica Andy a
quien Juana también había invitado, y estaba el marido de Juana, bueno como
ella, pero sin su ferocidad. Juana tenía una maldad precisa, usaba la precisión
que los poetas tienen con las palabras para condenar las imbecilidades. Adonde
se daba vuelta, veía una imbecilidad y la volteaba de un sopapo. Y lo hacía por
buena, porque sabía que las imbecilidades encierran la mezquindad y la
miseria. Una tarde estaba en el Bar Tuñón y la descubrieron unas señoras
que hacían unas tertulias de poesía en el sótano maravilloso que tenía aquel
lugar. Juana no quiso pero le insistieron mucho y fue para no ser descortés,
pero a los cinco minutos de escuchar pavadas se le salió la cadena y le dijo a
esas pobres mujeres tantas cosas de las idiotas que se cuelgan de la poesía
para seguir siendo unas frígidas ensañadas, que daba mucha pena, aunque el
castigo fuera justísimo.
Tenía un rigor inapelable, y era el mismo rigor con que era
amiga (por eso me invitó a su casa) y el mismo rigor ideológico.
La conocí en ese bar, la catedral que erigió el prócer
Narciso Romani, con quien hicimos una vez una revista, que tenía como redactor
a Raimundo Rosales. Rai acaba de compartir un poema de Juana a modo de
epitafio para Juana, que murió esta tarde:
Consagré y consagraron mi vida
a tareas que se cumplirán sin mí
no veré morir a mi madre
no conoceré el delirio por un hombre
no viviré en la revolución
* * *
Voy a leer para Juana este poema de Celaya, quizás le gustaba:
Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmado,
como un pulso que golpea las tinieblas,
cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.
Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.
Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.
Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.
Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.
Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.
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