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lunes, 14 de septiembre de 2015

El tío de Betancur


Conocí el pueblo de Betancur a los 14 años. Yo estaba leyendo Cien años de soledad, pero sólo mucho después habría de relacionar al pueblo con la novela. Habíamos ido a visitar a un hermano de mi abuela, un viejo muy flaco, hecho nada más que de hueso y fibra, y con una mirada sonriente y dulce. Yo le estudié el parecido con mi abuela: la nariz importante, la forma del pelo, el color de la piel. La mirada no, porque mi abuela era dura como un águila, y este señor parecía necesitar quererte desde el momento en que te veía.
Pasamos una linda tarde. Yo me entretuve afuera de la casa, con unos chanchos en un chiquero y caminando por ahí. Encontré un arroyo, saqué el libro de la mochila y me senté a leer en una piedra grande. Más tarde, en la cocina medio a oscuras, cuando todos mateaban, mi tío me preguntó por mí, sin presión, sin demasiado interés, pero haciendo un silencio como para escucharme hasta que yo no tuviera más qué decir.

Fue años más tarde, en un velorio, que escuché que contaban que en la época en que aquel tío era joven, Betancur tenía nada más que dos putas, una vieja y una joven. Él era cliente de la joven, y cuando se le mató el hijo, en lugar de quedarse con su esposa, fue a estar con ella. Para consolarlo, la mujer le perdonó toda la deuda de un año, porque el tío había andado mal de trabajo. Y eso fue el principio de otra cosa, porque el tío ya no volvió con su mujer. Se quedó con la puta, que dejó de ser puta para casarse con él. Tuvieron tres chicos y anduvieron con la frente en alta. Anduvieron fortaleciéndose juntos.






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