Luego de un Gobierno peronista, que mostró un pragmáticamente
moderado poder de negociación con algunos sectores del poder y aplicó una
política distributiva que favoreció en parte a las mayorías de recursos medios
y bajos, los electores votaron a la oligarquía más pura, que está desplegando,
sin plan maestro a la vista, una bestial exacción de recursos desde todos los
segmentos sociales hacia los que concentran la riqueza, nacionales y
extranjeros.
No sólo no disimula el Gobierno, sino que ostenta su
adscripción a los más ricos, teniendo a la cabeza un millonario emblemático,
casi cinematográfico.
Hay una porción de la sociedad que parece enojadísima con el
Gobierno, lo que es fácil de entender, tomando en cuenta que no sólo ha
disminuido abruptamente su poder de compra, sino que literalmente le están
saqueando sus ahorros.
Por otra parte, el presidente y su Gobierno tienen un sólido
apoyo, incluso entre los perjudicados por su política.
Es un fenómeno que demanda ser explicado. Tal explicación, por
lo demás, debería arrojar luz sobre ciertos aspectos de la idiosincrasia
argentina.
Las dos breves anécdotas que relato a continuación ofrecen un
indicador, ínfimo, pero que me resulta revelador del sustento que da base al
Gobierno.
Una radio se transformó en adalid de la oposición. Una
oposición populista, igualitaria, idealista, ética, convencida de que la
justicia social es lo mejor para el país.
En un programa, el conductor entrevista a una pareja de
homosexuales que analizan el retroceso de este Gobierno en materia de derechos
sociales. La charla oscila entre la defensa encendida de las conquistas en la
lucha social y los grandes placeres de la vida ("bueno, Federico, vos
acabás de volver de París..."), hasta que uno de los tres, creo que el
conductor, revela que fue a tal colegio, envuelto en el prestigio de los
colegios de la clase alta. Los otros estaban encantados por el dato, lo celebraron,
se entusiasmaron, la charla se hizo vivaz, casi gritaban. Era tal la algarabía
porque uno de ellos había ido al tal colegio, que al principio pensé que
estaban haciendo una broma, pero continuaron con el tema, extasiados, y ya no
volvieron al tema de la lucha por los derechos de géneros ni a la igualdad, ni
nada de eso.
En la misma emisora, ayer entrevistaban a alguien que escribió
la biografía de una importante líder del Gobierno. La nota llevaba como
pancarta la extrovertida crítica a la dirigente y al Gobierno, pero,
nuevamente, derrapó. Fue creciendo el placer porque entre los entrevistadores y
el invitado conocían a tal y cual persona (jamás refirieron quiénes eran), o
tal y cual dato, hasta que una de las periodistas confesó que había ido a la
misma escuela, también de niños ricos, a la que asistió la dirigente política
de la que hablaban. La misma reacción que en el otro programa. Se terminaron
las críticas, se olvidaron de la justicia social, sólo quedó lugar para el
regocijo y la dicha insondable de pertenecer a un sector exclusivo. El programa
pasó de un clima tenso y chato a la excitación. Todos estaban felices.
Es esa debilidad irrefrenable, esa sed, el anhelo incondicional
por ser parte de la oligarquía la que traiciona las declamaciones de este tipo
de personas, que abundan, y la que otorga sustento a un Gobierno feroz.
Muchos de los que sufrimos y atestiguamos las decisiones de un
Gobierno que violenta la vida de la gente, nos preguntamos qué hacer.
Muchos estamos formateados por el progresismo. Nos encanta la
investidura de políticamente correctos, que en Argentina tiene la forma de
peronistas de izquierda, y nos encantan los viajes, el vino fino, la cultura,
las tilinguería, la comida gourmet, derrochar el dinero.
Qué podemos hacer: ser sinceros. Si nos gusta ser de izquierda
para pertenecer a la burguesía francesa, no alardeemos de que nos interesan los
demás.
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