En el minimercado
de la estación de servicios, el taxista entregó un papel de 100 pesos por un atado
de cigarrillos, una galletitas y algo más. Miró a quién tenía al lado, buscando algo de complicidad en el desconsuelo.
Le mostró las tres,
cuatro cosas baratas que yacían sobre el mostrador.
— Cien pesos —le
dijo al otro, y meneó la cabeza.
El otro hizo
silencio.
El taxista sintió
que le sacaban algo.
Una señora que no
mira mucho la televisión y nunca en su vida se sentó a mirar el diario, leyó la
factura de gas que debía pagar y la cantidad de dinero la asustó. No
se le ocurría pagarla o no. Era obligatorio pagarla para tener gas, nada más.
Se quedó confundida.
La mamá que compra
leche. El chico que va al supermercado chino. El viejo que va a la farmacia. El hombre que va a comprar carne.
Todos sabemos esto.
Es el escenario de
nuestras vidas este año, primer año de un nuevo Gobierno.
Tenemos adelante la
palabra ajuste.
Lo que ya estaba
caro, ahora está carísimo.
Lo que comprábamos
midiendo cuánto comprábamos, apenas podemos comprarlo.
Pensamos que la decisión
de los políticos es que las cosas estén muy caras.
No reaccionamos, no
entendemos, aún no escuchamos a los gobernantes que han dicho que estamos en
otra normalidad.
Otra.
No la misma,
ajustada; es otra.
La decisión no es
pagar muchísimo el pan: la decisión es que no compremos más el pan.
No entendemos aún.
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