Quisiera que se
acepte no que los géneros sexuales no existen, sino que existen tantos como a
la gente se le dé la gana, y que cada uno no sea masculino o femenino, sino
esto y aquello y aquello y aquello, y todo, si así lo siente.
Un poco por esto es
que me da decirle comadre a las madres, pero los que no nacimos con el cuerpo
correcto, nunca vamos a dejar de asombrarnos ante lo inconcebible de que
fabriquen una persona allí dentro.
Y como si ello no
fuera poco, muchas lo terminan de fabricar haciendo las cosas para que les vaya
bien. Porque un humano no caminaría en dos patas si no lo enseñaran, y en total
no sería persona si la madre no lo terminara de hacer.
Claro que en esa
etapa el padre reclama comadrazgo, pero, al igual que otras personas, es una
función de la madre. Es la madre quien lo hace. ¿Qué guerra mundial, qué
sonda que navega por el espacio, qué ejército de miles de soldados de terracota
enterrados puede compararse a fabricar una criatura en las entrañas y luego
como persona, afuera?
Las madres
demuestran que la ciencia es un juego de niños al lado de su brujería
infinitamente poderosa.
Pronto la editorial El Bien del Sauce publicará Mariposa de Otoño, en el que comparto una serie de relatos
para contar la historia de cómo mi madre murió una vez que cumplí con su deseo,
cargado de amor y culpa, de que yo me reencontrara con mi padre.
De alguna manera,
ella me había apartado de él desde que nací.
Tres días antes de
la noche en que murió rompió por unas horas el velo tirano de la enfermedad que
la estaba terminando, para venir a escuchar cómo yo le relataba a nuestra
familia y amigos de toda la vida, el viaje que había hecho a China para entrar
con mis pies en la casa donde nació mi padre, casa de la que ella sabía y yo
no.
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