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martes, 13 de junio de 2017

El repartidor de pollos


Mirando las pilas de cajas que contenían los miles de ejemplares del primer número de la revista Dang Dai, en aquel local de la calle Gorriti calculábamos cuánto de la inversión recuperaríamos con la venta. La venderíamos en el Barrio Chino. Nos las sacarían de las manos, porque cada fin de semana iban allí entre 10.000 y 15.000 personas interesadas en la cultura china. La tirada nos duraría un fin de semana, tal vez dos, antes de agotarse.

La respuesta de la realidad se dejó oír hasta dejarnos mudos: vendimos tres ejemplares.

Cinco años después, con el número 12 en la mano, nos seguimos preguntando por qué la gente que viaja hasta el Barrio Chino para estar en contacto con el mundo chino, no compra la revista.

Creo que hemos comprendido que la gente va a comprar cosas baratas. Los chinos se han propuesto baratos. Baratas las manufacturas en China, en todo el mundo barata la comida y baratos los miles y miles de pequeños objetos en sus multicoloridas e incitantes tiendas brillantes. Algo "caro" como nuestra revista está fuera de ese esquema.

Mejor tenemos que entender que la palabra "cultura" es cosa nuestra, no de los 10 o 15 mil. La gente va al Barrio Chino a comprar barato y punto. Es un encantador e iluso prejuicio positivo el nuestro, de suponer que la gente consumirá cultura a través de una revista.

La gente no lee.

Ni consume revistas.

Además de no consumir "cultura" —nuestra idea de cultura.

La consume a su manera, comprando un juego de tijeras porque son baratísimas, un juguete ingenioso, una funda para un celular, un chowfan, o unas chinelas doradas.

China entra por abajo, no por François Chen, no por la filosofía, los miles de años de caligrafía fascinante, sino por un médico chino que atiende en la vereda con un sombrero de campesino que siembra arroz, por un Mickey Mouse que cuesta lo mismo que un atado de cigarrillos.

La integración de nuestros pueblos chino y argentino empieza por el contacto entre el dueño fujianés del supermercado sin nombre y un morocho fornido con quien habla todos los días, que se llama Jonathan, es repartidor de pollos y cuando entra saluda con un grito "Chen putoooooo"...









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