Mariano sintió en
Clarita la mayor dulzura en una mujer. Jamás se había sentido así. Envuelto en
la calidez más exquisita. Adormecido de felicidad. Ella estaba fascinada por
él, asombrada con la vida que él se había construido, encantada con la energía
que desplegaba. Era su fan, lo apoyaba en todo. Mariano era feliz, y Clarita
estaba exultante.
Pero (¿siempre tiene que
haber un pero?), pero Clarita era
Clarita y Juano, su hijito. Y no era sin los chicos. Cuando luego de un
prudente período de varios meses, Mariano fue a dormir a la casa de Clarita, en
medio de la noche Mariano sintió unas sacudidas en la cama: Juano se había
metido. Y se acomdó para quedarse a dormir entre Clarita y él. Mariano miró con
espanto a Clarita y ella le devolvió una sonrisa tranquila, amable e
infinitamente satisfecha.
— ¿Cómo pudo ser —decía
Mariano—, después de tanta intimidad que tuvimos, después de tanto que
charlamos y charlamos, que fuéramos dos completos extraños? ¿Cómo no le
transmití, cómo ella no entendió, que me interesaba ella, no su ella con su
hijo? ¿Cómo le pareció normal que yo estuviera acostado en la misma cama con su
hijo? ¿Cómo se puede estar tan enamorado de alguien y a la vez ser tan completos
extraños?
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