Esto es algo que no
quiero contar, pero necesito contárselo a alguien muy íntimamente, porque me
puse a llorar en la calle. No podía parar, ni podía esconderlo, hasta un tipo
me miró y casi se detiene a preguntarme si estaba bien.
Para caminar,
todavía tengo que llevar el brazo inmovilizado con el cabestrillo, porque el
movimiento me sacude la clavícula en recomposición y al rato me duele mucho.
Hoy iba camino a la casa de Eva, a escribir. Es una de las primeras salidas que
hago para trabajar. Eva gana diez veces más que yo, me paga para escribir,
tiene toda la vida resuelta, ahora y para todo el viaje. Pero vive sola, y me
parece que está bueno que una mujer que se queda sola en algún momento pueda
sentir la presencia de unas flores o mirarlas, tocarlas. Me paré en un puesto
de flores muy arregladito para llevarle flores. En esta época las flores
abundan, y además en el puesto las tenían hermosas. Había como una marea de
rosas blancas en jarrones en el piso y a la altura de los ojos estallaban en
colores los ramos de sanvicentes. La señora que atendía era muy, muy, muy
bajita. Su delantal azul estaba tan limpio como las flores, y planchado, y su
pelo estaba tirante y brilloso. Era una mujer joven, y la felicité por el
puesto. No dijo nada, sólo sonrió, y pareció complacida de que yo apreciara los
diferentes tipos de flores que vendía. Le pregunté cuánto costaba el ramo de
unos sanvicentes de varios tonos de lila y le pedí que me lo preparara. A la
vez me salió, antes de que se le ocurriera a mi voluntad, pedirle si podía
hacerme el favor de atarme el cordón de la zapatilla, ya que con el cabestrillo
me era imposible. Estaba preocupado por eso desde que estaba arriba del
colectivo que me llevó al lugar. Temía caerme, porque entonces me volvería a
romper todo, me volverían a operar, sería un desastre. Le pedí mil disculpas a
la señora por mi atrevimiento y le expliqué con el mejor detalle que pude por
qué le estaba pidiendo, que jamás pido ese tipo de cosas y tal, pero la señora
no prestó atención a mis explicaciones, simplemente dio una vuelta para salir del
interior del puesto y me ató el cordón con practicidad y deferencia. Hizo un
nudo velozmente y como vio que quedó largo, le dio otra vuelta para que no se
me desatara y luego regresó a su lugar a entregarme el ramo. Me hizo el favor
de una manera tan rápida, sin la mínima sombra de servilismo, tan
solícitamente, por pura solidaridad, que me sentí ante una persona
infinitamente superior. Me dijo “adiós” con una expresión tan pura que apenas
hube dado unos pasos me largué a llorar como un idiota.
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