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sábado, 14 de abril de 2018

Lo que Dios ató que el hombre no lo desate



Despertó tarde. La luz y el aire del día estaban plenos y entraban por la ventana sin moderación. Alfredo sintió que le perduraba el estado de la noche anterior. Se había dormido sin consciencia casi, con la cabeza hecha una esponja maciza, sin alma. Efecto de la droga que habían tomado. No era nada diferente a lo que le sucedía siempre, pero esta vez aún sentía los efectos luego de haber dormido. Tuvo un instante de lucidez para darse cuenta de eso y apenas amagó con alarmarse volvió a hundirse en el sopor de la nada.
Así anduvo, a los tumbos, abombado, hasta que una eternidad más tarde, casi imperceptblemente empezaron  a emerger, desde el fondo, como burbujones grandes y lentos desde el lecho del agua, algunos amagues de pensamientos. Pensamientos sin borde, difusos, sin estructura. No podía atraparlos, apenas le traspasaban la mente como posibles sombras.
Sin embargo, creyó reconocer con claridad que en algún momento aquella chica Lucía y él se abrazaron con entrega. Se habían abrazado sin mesura. Habían caído uno al otro, sin control. Podían estar haciéndose mal, pero no podían evitarlo, porque estaban inertes. Los huesos de los pómulos se apoyaban unos contra otros torturando la carne y se besaron con las bocas metidas una dentro de la otra, una sola carne mojada que no se buscaba porque ya se había encontrado.
Eso que pasó, ese abrazo, hizo de ellos una sola cosa. Los fundió en una cosa que vino de otra realidad y era más que ellos. No vino a instalarse en esta realidad —Alfredo sentía que ese recuerdo podía borrársele en cualquier momento y ya nunca sabría qué sucedió — pero tendría efectos a través de ellos. Ellos no tendrían poder sobre lo que sucedió, y aquel recuerdo o fantasía, o sueño, brotaría y rebrotaría hasta que murieran. No habría nada entre ellos, como no lo había habido y como no lo podría haber jamás, porque no se interesaban uno en el otro, ni tenían algo en común; nunca habría nada entre ellos, salvo ese abrazo. Pero ese abrazo, sobre el que no tenían ningún poder, era lo que cada uno de ellos tenía de diferente en su vida, y era lo que les daría significado a sus vidas.





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