Una amiga me contó que amaba el ruido de las manos que
revolvían el cajón de los cubiertos.
Era lo que siempre la había despertado por las mañanas de
niña.
Le resultaba el sonido más íntimo y feliz: le indicaba que
había una mamá, una familia, cada uno preparándose para empezar el día.
Había una vida, un tiempo que en ese momento parecía eterno
pero que se acabaría, como todo.
Mi amiga me contó eso cuando vivía en un hogar de ancianos.
Un día llegué y no estaba.
Pensé que ojalá la música de los cubiertos del sueño la hubieran acompañado en el trayecto final con su apagado eco.
Pensé que ojalá la música de los cubiertos del sueño la hubieran acompañado en el trayecto final con su apagado eco.
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