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viernes, 29 de marzo de 2019

El olor del asado


La china en la caja del supermercado busca el precio del trozo de queso que compré, no lo encuentra. Esperan en la cola un viejo de gorra, con una de esas narices de aspecto de verdura carnosa, y una joven que tiene esa inevitable falta de decoro de estar de entrecasa; algo le ha faltado y fue al super chino a agarrarlo como quien va hasta la alacena que está en el garage a buscar detergente o algún artículo que se ha comprado en cantidad. La china tiene las uñas pintadas de gris metálico y azul. Le digo "ciento veinticuatro", en chino. No me presta atención. Pero otro chino, que daba vueltas por ahí, medio ocioso, levanta la cabeza cuando escucha que alguien pronuncia su idioma, luego se acerca y me sonríe. Se queda parado. No dice nada, pero sigue mirándome. Tranquilo.
"Mi papá es chino", le explico, mientras acomodo en la mochila las cosas que compré, y rápidamente me atajo: "pero yo no hablo chino, él no me enseñó".
Mi papá es un cocinero admirable, aunque tampoco me enseñó a cocinar. Ni a hacer asado. De grande yo andaba, huérfano de padre argentino, preguntando si enseñarle a su hijo varón a hacer asado era un rito de paso de la argentinidad. Sólo me respondió Alejandro Spiegel, contándome que su padre judío no sólo no le enseñó a hacer asado, sino que cuando Alejandro juntó a sus amigos y familiares para el primer cumpleaños de su primer hijo, hizo unas hamburguesas a la parrilla. "Mi viejo, que hacía unos asados monumentales, miró la parrilla de lejos y sonrió. A mí me puso nervioso, porque yo quería demostrar que era hombre, ¡era padre!, y un hombre argentino, ¿cómo se valida? Con el asado. Bueno, cuestión que se me quemaron, las hamburguesas. ¡Las hamburguesas! ¿Podés creer? ¡Tenés que ser muy capo para que se te quemen las hamburguesas! Yo todo atribulado, mi padre satisfecho, los dos estábamos para que nos tiraran al tacho de la basura del psicoanálisis".
Vine al supermercado a comprar víveres para pasar un par de días en el rancho que Camilo Sánchez se hizo en una isla del Delta del Paraná. Como pensé que era conveniente, compro algo de carne para asar, con la idea de llegar, asarla e ir comiéndola fría en los días sucesivos. Una idea muy práctica del asado, casi china.
"Los argentinos dicen que su plato nacional es el asado. Llaman cocinar a calentar pedazos grandes de carne arriba de una parrilla", leí que le decía un chino a otro en Facebook. Era odioso, pero no le faltaba razón. Quiero decir, bien podría haber yo saltado en favor de los argentinos en esa conversación, argumentando que el mayor talento es hacer con estilo aquello que es tan simple que no da lugar a que se haga más que de una forma, pero me faltaba convicción. Sería solo un ejercicio de la retórica, porque en el fondo pienso, como los chinos, que hacer asado no es propiamente cocinar. Sin embargo, esta discusión me parece que da en el corazón del choque idiosincrático entre argentinos y chinos. Los chinos, gente a la que no le sobra nada, que tienen abuelos que murieron de hambre, despejan todo para ir directamente al beneficio, mientras los argentinos encuentran el beneficio en el floreo, la productividad dentro del ocio, desdeñando la supervivencia, el hambre y la muerte.
Me llevo, en fin, un poco de tapa de asado y de vacío para alimentarme los días que estaré. Al llegar al precioso rancho de Camilo, preparo el carbón, la carne, la sal, lo necesario. Y un libro, para leer mientras la carne se hace. Y cuando finalmente estoy frente a la parrilla, algo sucede. Algo me asalta. Es como si se corriera un velo y apareciera un escenario que no estaba hasta ese momento.
Es el escenario de un rito. Las largas ramas del sauce que cuelgan melancólicas, pobladas de hojas, meciéndose con la brisa, las nubes enormes brillando blancas al sol, corriendo de prisa por un cielo azul muy diáfano, el olor a agua del río, el rojo de la carne, la mesada de ladrillos sobre la que se pone la parrilla, los hierros negros de la parrilla engrasados de cebo y hollín de cientos de asados en que la gente charló, labró una y otra vez su amistad durante años; la cuchilla con su antiguo mango de madera y sus groseros remaches de hierro viejo, la marca de la sal, la misma, con el mismo logo y los mismos colores, de cuando éramos chicos. Podría haber llevado briquetas, el atadillo de maderitas listo para encender las briquetas, el combustible para apurar la fogata. Podría haber sido práctico y diligente. No tenía otro objetivo que tener la carne necesaria para tres días. Pero entonces, ¿por qué no compré carne cocinada?
Mientras pienso esto, deambulo por el campo de la isla juntando troncos finos y gruesos, luego armo el fuego como disfruto, una técnica que aprendí de un amigo: una pira de troncos gruesos con el interior lleno de troncos finos y aire, tapada por una rejilla de troncos, sobre la que se asienta el carbón. Me jacto de usar sólo un fósforo y no tener que avivar el fuego. La pira funciona más que perfecta, bellamente. Se prende fuego entera como una pelota. Todos los troncos se encienden a la vez, cuando la madera se ha consumido, el carbón ya arde con potencia. En unos minutos se habrán hecho las brasas.
No vine con nadie está vez. Un gato se colará y terminará durmiendo sobre mi almohada, y dos perros se han acercado, a la vez sinceramente amistosos e interesados. Están echados unos a cada lado de la reposera en la que leo, junto a la parrilla, Iósi, el espía arrepentido. Es la historia real de un tipo que se hizo pasar como judío para infiltrarse en las organizaciones de la colectividad judía en Argentina. Dice que cuanto más se relacionaba con los judíos, más se sentía uno de ellos y más temía por su seguridad, pero que los datos que él pasó sirvieron para los atentados contra la Embajada de Israel y la mutual de la AMIA.
Luego de leer una reflexión sobre la imposibilidad de no sentirse traidor cuando uno tiene más de una identidad, cierro el libro y me quedo mirando la parrilla. La carne hace pequeños ruiditos, las brasas parecen tener adentro gruesos gusanos que se mueven como si trataran de salir. Emiten un humo que se mezcla con el de la carne y sube hacia el cielo. Ese humo tiene un olor glorioso.
Uno de los perros ve que bajo el libro y se me queda mirando, igual que el chino.
Me paro porque ya debe estar la carne.
La tapa de asado está. El típico gusto de la tapa de asado. Esta vino muy gorda. Uso el maravilloso cuchillo que me regaló Juancito para mi cumpleaños. Cuando vengo a la isla me lo calzo en el cinturón y ya lo dejo ahí. Corto la grasa gorda, se la tiro a los perros.
Había puesto la mesa en la mesita del parque, pero empiezo a comer al lado de la parrilla. Algo para mí, las sobras para los perros. No hay tanta diferencia entre la forma en que comemos, los perros y yo. La carne va directamente de la parrilla a la boca. La ensalada, quedará para después. Carne, nada más. Asada en su grasa. Puro gusto a carne, sin otro condimento que un poco de sal. Voy a traer a este rancho un hacha, así hago leña con los troncos y no uso carbón. Los troncos están en la arboleda de los alrededores o los trae el río. Puedo pescar un tronco y dejarlo al sol para que la próxima vez esté seco.
Los días que me quedo en la isla no me baño. Casi no me lavo. Jamás me peino. Uso la misma ropa todo el tiempo que estoy. Si se ensucia mucho, la lavo en el río. No sé si me contagio del salvajismo del lugar, si me hago el Hemingway o si es abandono, nomás. Claro, con otra persona un poco me comporto. Por lo menos observo horarios. O pongo la mesa, como está puesta ahora. Pero ahora, solo, me como la tapa de asado junto a la parrilla.
No sé si soy práctico por chino o si me doy el festín de disfrazarme de gaucho, pero de repente el asado llevado a una mesa preciosa, el decoro, la educación, la limpieza, la decencia, todo me parece fútil, un amaneramiento burgués.
Cuando termine de comer me iré al muelle a seguir trabajando en el libro en el que cuento mi viaje a Qinghai, el centro remoto de la China, donde los territorios son de pastores nómadas con sus ovejas y sus yaks, de viento permanente, de montañas sin árboles, de lobos y de dioses. Contaré que nadie hace asado, teniendo para comer casi nada más que carne, porque a los dioses les disgusta el olor. A mí, el olor a asado en la isla, me gusta demasiado.



lunes, 25 de marzo de 2019

El búfalo de la mujer de Clarice


La mujer de Clarice Lispector fue al zoológico y halló la jirafa, un silencioso pájaro sin alas, más un paisaje que un ente, una carne que se distrajo en la altura y la distancia.
Luego vio al hipopótamo, húmedo, un arrollado rollizo de carne, carne redonda y muda, esperando otra carne rolliza y muda. Con la humildad de mantenerse sólo carne, en el dulce martirio de no saber pensar.
Vio a los monos felices como hierbas.
Encontró al elefante, una potencia que, sin embargo, se dejaba llevar al circo, un elefante de niños. Tenía una bondad de viejo en los ojos, apresados en la enorme carne heradada.
En el camello vio paciencia, paciencia, paciencia. Tenía un olor a polvo que ella olió, alfombra vieja dentro de la cual circulaba la sangre gris. Era un ser de estopa, estaba en trapos, masticándose a sí mismo, entregado al proceso de conocer la comida.
Finalmente encontró al búfalo, dentro de un sobretodo marrón, respirando sin interés. Estaba tranquilo de odio.
Ella había ido al zoológico para encontrar el animal que le enseñase a leer su propio odio. Quería odiar. Quería saber dónde aprender a odiar para no morir de amor.


domingo, 24 de marzo de 2019

Hebe, 2019


El odio contra Hebe rebrotó cuando volvió a inundar la superficie, desde las capas profundas, el agua que desespera porque las cosas sigan igual. La fuerza que se pone repentinamente violenta cuando algo amenaza el “orden natural”.
No fue casual. Hebe nació para luchar contra eso y el odio que se enardeció contra ella durante el kirchnerismo es exactamente el mismo que le tuvieron los militares y la gente que apoyaba masivamente a los militares.
También la combatió una izquierda, por la clásica vía de dedicarle al par una enemistad infinitamente superior que al poder explotador. “Ningún poder será más depravado y maldito que el partido que acaban formar los que hasta ayer eran nuestros camaradas”. Es una izquierda tocada por el costado burgués de esa agua, enamorada en el fondo del poder que dice combatir.
Hebe tendrá más defectos que cualquiera, ¿y qué? ¿Si no es inmaculada es traidora? Lo que se ataca en ella, utilizándose cualquier excusa, es que haya amenazado el orden establecido.
La defensa de “las cosas como deben ser, hay ricos y hay pobres, les hicieron creer que tenían derecho a los teléfonos celulares”, empezó a crecer con las manifestaciones de los agricultores ricos y prendió con poderosa firmeza.
Es un agua que está desde la fundación de la Argentina, muy bien expresada por Sarmiento cuando declaraba “tengo odio a la barbarie popular”, o hablaba de “los notables, activos, inteligentes, somos gente decente” y “llego feliz a esta Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires donde no hay ni gauchos, ni negros ni pobres”. Ante ellos, decía “sentimos una invencible repugnancia”.
Ese sentimiento no ha cambiado nada. Contamina a casi todos los argentinos en diferente dosis. A veces corre en las profundidades, entre las napas freáticas, y a veces surge a la superficie, como en la Dictadura del 76 y como ahora, en este Gobierno que fue votado por la fuerza que estimuló el rebrote del odio a Hebe.
Hebe significa las puertas abiertas de par en par para que el país vaya a correr a campo abierto en otra dirección.
El odio contra Hebe es la reacción muerta de miedo ante esa locura del deseo. Se aferra desesperadamente al “mundo como siempre fue”, porque “dar un paso en otra dirección es morir”. Es, en boca de los militares de la Dictadura, “la disolución de la Patria”.
Hebe representa para esa agua violenta el protagonismo de los negros, indios y pobres, o sea, la revolución.
Representa el protagonismo de la mujer, o sea, la revolución.
Representa el protagonismo político de los jóvenes, o sea, la revolución.
El agua que reacciona tiene la vitalidad del ser que ve su vida en riesgo. Es una de las vitalidades más potentes e invencibles. Apareció con la Restauración luego de la Revolución Francesa y aparece hoy en Estados Unidos, Brasil, Europa.
La vitalidad que busca algo mejor no está bein parada para enfrentar esa fuerza. Cuando chocan, se enfrentan la posibilidad de algo mejor, por un lado, y vida o muerte, por otro.
Un futuro mejor puede postergarse eternamente, pero la muerte es definitiva.
Si quienes buscan algo mejor fracasan, pueden volver a intentarlo, pero si quienes luchan por sobrevivir fracasan, mueren.
Si queremos una sociedad mejor, tenemos que conocer esa desventaja. Hebe la conoció desde siempre. Era una leona enfrentándose junto a un puñado de locas como ella, con sus pañuelos, solas en medio de un mar inmundo, a los militares más asesinos que tuvo la Argentina.
Un día las Madres ya no estarán. Deberemos entonces ponernos su ferocidad y encabezar la lucha para que todos estén bien y para que el mundo de nuestros hijos sea mejor.



sábado, 23 de marzo de 2019

No son soviets


Una amiga relataba con espanto una reunión de vecinos en CGP. Todas las reuniones de vecinos, de consorcio, resultan así. Uno espera un soviet, la revolución, y se topa con un amuchado de egoístas que van dispuestos a matar por su propiedad privada y que se pasan horas discutiendo temas intrascendentes —que los basureros pasan antes, que el perro de la del 8ºC, que el portero gana más que yo.
El espanto de esta amiga era, además, por la forma en que se había conducido la reunión, supuestamente para decidir, Gobierno y vecinos, qué hacer con una plaza.
“Un pibe, soberbio, frío, con ese tonito concheto que es uniforme del Gobierno de la Ciudad, planteó un tema y dijo que levantáramos la mano. Cuando alguien dijo una idiotez, yo levanté la mano para responderle. Cuando me tocó el turno y le respondí, le respondí preguntándole algo, a él, a todos, a los del Gobierno. El pibe del Gobierno me dice ‘bien, anotado, vos’ y señaló a otra que había levantado la mano, que en vez de seguir con lo que yo había planteado, se puso a hablar de los juegos para sus chicos. Todo el tiempo pasaba algo así. Yo me quedé azorada. Eso no era discutir, parecía una encuesta o un trámite. ¡Y la gente, chocha!”
Otro amigo fue a una capacitación que brindó el Ministerio de Modernización, del mismo Gobierno. Capacitaban para presentarse a un concurso. Mi amigo preguntó “¿Quién es el jurado?” La capacitadora, otra chica, le leyó la disposición que incluía el jurado. Mi amigo preguntó cómo se componía el jurado, y la chica volvió a leer, ante lo cual él objetó: “pero eso es una barbaridad, ¡si uno de los jurados fue mi jefe o mi compañero, lo que sea, y me tiene bronca, jamás voy a ganar el concurso!” Ante el fastidio de la chica porque “yo no puedo hacer nada, ¿me entendés?”, mi amigo empezó a los gritos. Y entonces todos los compañeros lo censuraron, incluso lo insultaron.
Se llama participación ciudadana. Lejos de la asamblea. Lejos del soviet.
La imagen del vecino no es alguien que discute con otros, y así genera el trabajo sobre un tema que deviene un producto democrático.
El vecino es alguien individual, que aporta su opinión desde su celular, sonriente y con una imagen en la que tiene naricita de perro y florcitas alrededor.



jueves, 21 de marzo de 2019

Querencia



Cuándo éramos pibes Javier era dado a fantasías inagotables. Su vitalidad amaba disolver lo imposible. Desbordaba todo límite con su estusiasmo. Iríamos a un lugar del río donde pescaríamos sábalos con la mano, éramos tan buenos como los luchadores de Titanes en el Ring, los Beatles vendrían a tocar a San Nicolás.
La verdad no era que los Beatles vendrían a tocar a San Nicolás, sino la aventura de imaginar que sucedería. Luego, Javier vivía lo que imaginaba. Íbamos al río, escuchábamos el long-play Sgt. Pepper’s Lonely Heart Club Band y saboreábamos la espera del recital y, por supuesto, pasábamos horas revolcándonos como el Caballero Rojo, el Ancho Rubén Peuchele y Martín Karadagián.
Ahora que rozamos los 60 años compruebo que Javier sigue haciendo lo mismo. No ha hecho otra cosa en su vida que lanzarse a vivir lo que imagina. Ni civilización ni barbarie: puro javierismo.
Anduvo por todo el planeta hasta que regresó a San Nicolás, como un periodista que atestiguó los límites morales de los hombres, atravesó los mares que no figuran en los mapas, entrevistó a personajes hechos con madera de otra dimensión, pasó por varias guerras, en fin, como alguien que lo ha visto todo.
San Nicolás es una ciudad mediana, pero con una historia muy profunda. Javier no volvió a la ciudad humillada por una coyuntura opaca, sino a la ciudad histórica, la que fue bisagra entre los dos países que conformaban la Argentina, territorio de las batallas que decidieron el destino de la Nación; la ciudad portuaria por donde salía hacia Inglaterra todo lo que se producía en el país, cereales, cuero y tasajo; nido de la aristocracia del norte de Buenos Aires; foco del experimento de hacer una Argentina industrial, con la mayor siderúrgica de América Latina; nudo de la Iglesia Católica con la instauración de una Virgen que atrae enjambres de afligidos.
En esa San Nicolás es donde Javier se ha materializado como un personaje. Ya es parte de un elenco formado por jueces, artistas, militares, religiosos, políticos legendarios. Se ha dejado crecer el cuerpo, la cabellera, la barba y el vozarrón hasta ocupar el lugar central de donde sea que esté. Su memoria prodigiosa lo pone a una altura inapelable. Conoce por el nombre a todas las personas que han pasado un tiempo en la ciudad, de quienes sabe vida y obra. Nada se le escapa. Es periodista, escritor, profesor, cineasta, artista, cocinero y dirigente de la colectividad vasca.
He vuelto a verlo muchos años después de su regreso a San Nicolás, cuando yo mismo volví al país. Tengo que confesar que su demasía me aplastó. Me fascinó, pero su ego me dejó ciego.
Sin embargo, con los años pude ir manejando el encandilamiento y entonces comencé a disfrutar de él. Pude recibir su generosidad tan grande como todo lo suyo, su cariño puro y su deseo de mi bien.
Ahora ansío verlo y cada vez que lo encuentro vivo una fiesta. Me siento junto a uno de los mellizos de Cien Años de Soledad, y entonces aparezco en Macondo, o en San Petersburgo, en una plaza de toros de Valencia, en una barco de madera persiguiendo una ballena gigante, en una batalla en la selva paraguaya, en el Lejano Oeste, en Galilea, junto a un horizonte de crucificados, en un río atroz por el corazón del África.
Le estoy muy agradecido.

Como posdata a esta declaración de amor, quiero hacer una observación sobre mí. Javier me sigue intimidando. No puedo regular la intensidad cuando estoy con él. El amperímetro siempre está rebotando contra el tope, nunca sale del sector en rojo.
Cada encuentro me resulta algo parecido a una lluvia de meteoritos, o ver la aurora boreal, o atestiguar una flotilla de ovnis: es algo maravilloso y perfectamente excepcional.
Todo lo que recordamos es glorioso, lo que reflexionamos es sabio, los sentimientos que ponemos en juego son extremos. Quiero decir, son superlativos para mí, mientras para Javier creo que son normales. Algo parecido a lo que sucede con la comida; él habrá comido medio chivo asado a la cruz y seguirá, mientras que yo, con una pata, he quedado satisfecho. Tratar de empatarlo será una desmesura.
Cuestión que siempre quiero pasar un rato con Javier, pero cuando estoy con él no puedo imaginarme estar todo el tiempo con él. Me siento en un escenario, o una nave espacial, o que he viajado en el tiempo y estoy entre dinosaurios. Permanezco, pero con una hora de salida marcada en la muñeca, como la Cenicienta en el baile. Cuando den las 12 volaré a casa.
Insisto, esto es cosa mía, no de Javier.
Hemingway, que tenía mucho de Javier, contaba en Muerte en la tarde que en los siete minutos que el torero tenía para matar al toro, debía evitar por todos los medios que el animal hiciera una querencia. Si el toro llegaba a elegir un lugar de la arena como su hogar, no habría manera de matarlo, porque de allí no se movería y sería inexpugnable. Cuando estoy con Javier sé que tras la fiesta vendrá el momento de volverme a mi querencia.







lunes, 18 de marzo de 2019

Monkey walk

Se piensa la condición de alma gemela como algo absoluto porque se la lleva al plano romántico.
Se puede ser cabalmente alma gemela en sólo un asunto.
Con Clarita estábamos enamorados de un modo brutal, inapelable, pero no teníamos nada en común. Leíamos al mundo de modos tan diferentes que no podían dialogar entre sí, teníamos sueños tan diferentes que resultaba imposible que estuviéramos juntos, y teníamos éticas irreconciliables.
En cambio, el amor no era un tema con Josefina, y sin embargo un día, no sé por qué, le confesé mi idea disparatada de que si los humanos imitáramos el modo de moverse de los chimpancés, tendríamos un estado físico mucho mejor, nos entrenaríamos automáticamente sin necesidad de ir al gimnasio ni hacer deportes ni dietas, seríamos mil veces más eficientes con el cuerpo y nos trasladaríamos con muchísima más velocidad y economía física.
Nunca me había atrevido a hablar de eso, era una hipótesis íntima. Se lo conté a Jóse porque estábamos liberados de cualquier intento de flirteo.
Y porque ella sentía lo mismo, se divirtió con mi idea. Su risa me alentó y empecé a imitar a un chimpancé, caminando, saltando, trepándome a los sillones, subiendo la escalera por el lado de afuera, gritándo, desplegando energía.
Entonces ocurrió algo que fue uno de los momentos mágicos de mi vida: Jóse también se puso a imitar a un chimpancé. Le salía perfecto, ¡era una mona!
Mientras nos reíamos a carcajadas, nos perseguíamos, nos revolcábamos y hacíamos bestialidades de chimpancés, ella gritaba “¡es cierto! ¡es cierto!”
Dijimos que debíamos organizar una monkey walk. No la concretamos, pero es una idea fabulosa y un día alguien la hará.
En nada más fuimos almas gemelas, pero en ese rato fuimos felices y libres como chimpancés.


 

jueves, 14 de marzo de 2019

Taller de Historias Familiares







Taller de historias
familiares 

El Taller de Historias Familiares es para quienes deseen o
necesiten registrar su historia familiar o algunas historias de su familia.
Serán 10 encuentros los miércoles de 18 a 20 (el horario aún
puedo ajustarlo) en el espacio cultural de El Bien del Sauce, la editorial de
Camilo Sánchez, en Palermo, Buenos Aires, desde el 3 de abril al 12 de
junio.
Básicamente trabajaremos con la información que cada uno
tenga (fotos, cartas, recuerdos, entrevistas, reliquias, grabaciones,
películas, videos, árbol genealógico y otros datos), diseñando una estrategia
para organizarla como relatos escritos y otras formas, de modo de que pueda
conservarse y compartirse.



gustavoemiliong@gmail.com





Para quiénes es el Taller de Historias Familiares 

·       
Para quienes tengan historias de su familia, quieran registrarla y no tengan tiempo.
o 
O necesiten
una pauta que organice su tarea.
o 
O necesiten
recursos técnicos para buscar y ordenar información de su historia familiar.
·       
Quienes sientan la responsabilidad de dejarle a hijos, sobrinos, nietos, los que
vienen, la historia de la familia de que vienen.
·       
Quienes respeto y amor por sus ancestros y quieran honrarlos.
·       
Quienes tengan ganas de hacer un trabajo en conjunto con otras personas de su familia.
·       
Quienes sientan curiosidad por conocer hechos que tal vez lo constituyan y se animen a
investigar.
·       
Quienes necesiten reconstituir la historia y la estirpe familiar de la que son parte.
·       
Quienes sientan el llamado de meterse con sus orígenes.


Qué ofrece el Taller de Historias Familiares 


      Atender tu inquietud.
·       
Evaluar la información con que contás.
·       
Diseñar una estrategia para registrar esa información.
·       
Adquirir elementos para trabajar con fotos, cartas, recuerdos, entrevistas, reliquias,
grabaciones, películas, videos, árbol genealógico y otros datos.


Duración
·       
10 clases semanales de dos horas cada una, los miércoles de 18 a 20, desde el 3 de
abril al 12 de junio

Lugar
·       
Espacio Cultural de El Bien del Sauce, Palermo, Buenos Aires.

Costo $ 350 por encuentro

domingo, 10 de marzo de 2019

Alma gemela


Escena 1
Converso con una chica en un cumpleaños. Sólo la he visto un par de veces. Llega una amiga en común y exclama: “¡¡ustedes!! Amo, pero ¡amo, verlos juntos! ¡No conozco otras dos personas más dinamita que ustedes! ¿Cómo se juntaron? ¿Quién los juntó?”
Con la chica nos miramos y nos reímos. Los tres sabemos que es verdad. Sin embargo, ni ella ni yo sentimos el mínimo atractivo sexual.

Escena 2
Otro cumpleaños. Ocho personas en un ambiente, dentro de un departamento. Alguien cuenta un chiste, todos lo escuchan. Cuando termina, seis de las siete personas restantes se quedan impávidas, algunos piensan “¿este tipo es idiota?”
La octava persona larga una carcajada que asusta a todos.

No es fácil definir alma gemela —sobre todo sin caer en el romanticismo—, y sin embargo, no tenés dudas cuando aparece y estás a su lado.
De repente encontrás alguien a quien no conocías pero ve las cosas demasiado exactamente como vos, vive todo igual que vos, tiene las mismas manías que vos, las mismas habilidades, las mismas preferencias, las mismas neurosis, ha tomado las mismas decisiones, se ha puesto del lado de que te pusiste vos.
Tiene la misma energía que vos. Hay algo en su cuerpo que te resulta imposiblemente familiar y extremadamente vivificante, como si estuvieras ante tu gemelo perdido.
Es alguien a quien no conocés pero llegó a los mismos lugares que vos en el recorrido de su vida.
Es algo un poco siniestro. Sos vos en otra persona.



sábado, 9 de marzo de 2019

COYUNTURA POLITICA ARGENTINA / Los progres y la roña



Me desagrada e incomoda lo que voy a decir.
Estoy en un espacio progre.
El progresismo está más parado en los derechos individuales que en los sociales.
Los derechos humanos son del individuo, del Hombre, no son sociales en principio —se convierten en sociales cuando son trabajados en luchas sociales. El progresismo sólo pasa al plano social cuando desarrolla una lucha, si no, se queda en la indignación que acaba siendo funcional al orden establecido.
Pudiera ser que, si Cristina se decide a ganar las elecciones presidenciales, se lleve puesto al progresismo al clásico estilo peronista: desdeñándolo por derecha. Incluso al actual progresismo, que entendió que los años del kirchnerismo fueron, aunque no maravillosos, uno de los períodos de mejor gobierno de la Historia argentina.
Con el pragmatismo necesario para triunfar, Cristina puede calcular que el progresismo preferirá votar a una horrible Cristina que a cualquier Macri.
Podría piantar los votos progresistas que no le toleren que sea algo diferente de lo que ellos quieren que ella sea. En todo caso, puede considerar que esos votos son votos traidores. Gente que no nos bancamos la mugre del peronismo.
Porque Cristina cometería esa afrenta a nosotros los progres almasbellas a favor de ganar, para lo cual debe tener los votos del grueso del país. Los votos de las masas que votaron a Cambiemos. Apuntar a esa grisura que a los progres nos parece inmunda, aspiracional, fascista, descomprometida, que se deja moldear el sentido común por Mirtha, Lanata, Tinelli, Susana; que odia a los limítrofes y a los negros, que se desentiende de los derechos humanos, que quiere balas para los chorros de cualquier edad.
Quizás Cristina lea que esa masa, informe como toda masa, que vive en la grieta, es la que va a decidir las elecciones. No la vamos a decidir los progres, con VHM, Verbitzky, Navarro, los Buenos a la cabeza.
Y en definitiva, podría ser que Cristina nos dijera a los progres: “¿Ustedes prefieren que los pobres sean cada vez más pobres, pero con derecho a abortar?”

viernes, 8 de marzo de 2019

COYUNTURA POLITICA ARGENTINA / Día de la Mujer 2019



Los pañuelos y sus colores son síntomas muy superficiales, fácil presa de la moda, pero son unos síntomas muy expresivos.
El pañuelo verde se identifica con la naturaleza, la creación, el surgimiento, la universalidad.
El pañuelo celeste identifica al verde con el comunismo ateo internacional, el peligro del avance de la homosexualidad, la paridad que amenaza el orden establecido.
Para todos el pañuelo celeste está identificado con el cielo, Dios, el espíritu, lo eterno, la Argentina, la Patria, el nacionalismo.

miércoles, 6 de marzo de 2019

Un vaso de agua





Quizás algunos de ustedes, mis amigas, amigos, recuerden que al morir, mi tío Lo Yuao dejó pinturas y libros, que no siendo aprovechados por sus paisanos chinos, me quedaron de herencia.
En San Marcos Sierras descubrimos con Betty, dentro del monte silvestre, la formidable librería Siempre es hoy. Ella le compró un libro a una sobrina y yo no pude resistirme a comprar La cura por el agua.
San Marcos Sierra es Hippie Nation, todas las creencias prohibidas por la Ciencia son celebradas y automáticamente validadas. No es mi actitud, pero tampoco soy cerrado. No creo en asuntos aparatosos ni en aparatos, pero sí creo en las cosas más elementales: el aire, el frío, el calor, el metal, el tiempo, la respiración, el ayuno, caminar, dormir, quedarse quieto. Y creo en el agua. Creo con estas cosas simples se puede curar.
Mencioné a mi tío Lo Yuao porque cuando estaba leyendo el libro sentado en una piedra en el río San Marcos, con el agua pasado todo alrededor mío con la rapidez de dragones volando, recordé que este era uno de los libros que él dejó.
— Estás en la prana pura —me señaló Betty, en el momento en que leía que el agua que corre tiene prana, la “energía vital que está en el Universo”.
Lo que leía era que debe beberse el agua con prana. Para eso, debe evitarse el agua estancada, y si uno no tiene remedio, debe trasvasar el agua de un recipiente a otro varias veces, hasta que aduiera prana.
Lo vengo haciendo desde ese día y el resultado es muy sorprendente. El autor de La cura por el agua aclara amablemente que puede usarse, en lugar del concepto de prana, la idea de que el agua debe contener oxígeno, que es lo que se gana pasándolo de un recipiente a otro. Lo cierto es que el agua así tratada se siente más fresca, más viva y, cuando estoy muy sensible, siento una electricidad en la lengua.
El libro es muy viejo, de las últimas décadas del siglo XIX, y estoy seguro de que muchos de ustedes saben de lo que estoy hablando.
En tanto, yo estoy muy contento. No sé si esto me cura de algo, pero me maravilla.