Vivíamos todos en la misma casa.
Yo observaba a mi tía Ester. Todos tenían grandes
personalidades y ella pasaba desapercibida. Nada de lo que hacía era para que
los demás lo notaran. A la mañana se levantaba temprano, iba sola a la cocina,
se hacía un mate y tomaba. Tomaba sola. No muchos mates, cuatro o cinco. Chupaba
de la bombilla un poco abstraída, mirando por la ventana de la cocina. Un día
fui a ver, para averiguar qué era lo que ella observaba, y no encontré nada
interesante. Un pedazo del patio, el gallinero, más allá el campo. Lo
interesante era dónde ella tenía la mente.
Muchos años después, cuando yo vivía solo en una ciudad muy
lejana de aquella casa del campo, en un pequeño departamento muy oscuro, de
techo muy alto, en un país en el que casi nunca había sol, me acostumbré a
encontrar cada mañana al levantarme, un vaso con agua en mi escritorio. Las
primeras veces me desconcertó, trataba de recordar en qué momento me había
despertado de noche y llevado un vaso hasta ahí, intentaba recordar las
circunstancias, qué había hecho, si había hecho alguna otra cosa. Me preocupaba
no recordar nada. Entonces, un día se me ocurrió que quizás era mi tía Ester.
Verla sentada en mi escritorio con el vaso en la mano me parece mucho más real
que mi vida en aquella ciudad.
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