“Son invisibilizados”.
La ciencias sociales han encontrado esa forma paraliteraria
de hablar de las personas que no tienen dónde dormir y entonces duermen en la
calle.
El término no está del todo mal, sobre todo está bien que
impacte y haga pensar. Sin embargo, es una licencia poética.
“Son invisibilizados. Igual que un poste, igual que una
parada de colectivos, igual que una puerta”.
La verdad es que no.
No se deja de verlos.
Lo que hacemos es acostumbrarnos, como hacemos con las
veredas rotas o la basura caída al costado de un container o con la mierda de
perro.
El amplio, mayoritario, triunfal apoyo al modelo de país por
el que se instalaron las dictadura militares, aborrece esas presencias.
Quiere desaparecerlas.
En 1977 el general Bussi los metió en un camión y los arrojó
en un desierto, en otra provincia —en 1995 Bussi fue consagrado gobernador por
los votos en elecciones democráticas.
El deseo de un país europeo, norteamericano, se asquea e
indigna por la presencia de lo que siente como bultos amenazantes hechos de
cartones, trapos, restos de comida, mal olor, perros, niños, pelos, cuerpos.
El sentimiento es "pago mis impuestos, no tengo por qué
pasar por la experiencia desagradable de ver esta excrecencia humana”.
Sobrevendrá el enojo con el gobernador de la ciudad,
Rodríguez Larreta, y con el presidente Macri porque aún no los eliminaron.
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