Mi amiga Silvina
ha perdido, en su práctica del psicoanálisis, toda chaveta.
No sé si tenía
muchas, pero les aseguro que no le queda ninguna.
Hace cualquier
cosa, dice cualquier cosa.
Es como una bruja
de Castaneda, o el ejemplo más extremo que Lacan no se atrevió a concebir.
Es la persona más
impredecible que conozco. Es un peligro y una bendición.
Observándola,
tratando de encontrar en el caos en que se ha convertido, un patrón, descubrí
que, así como el pibe de The Matrix en un momento ve todo negro con simbolitos
verdes luminosos que llueven, así como los perros tienen en la cabeza una
realidad olfativa en lugar de visual, Silvina no ve lo que vemos los demás,
sino que ve deseos.
No ve en mí si
estoy mal vestido, o si bajé de peso, o si tengo por sombrero una tararira que
recién pesqué: lo que ve son mis deseos. Los diferentes deseos, qué sistemas
forman, cómo se contradicen, qué intensidades tienen, cómo se enredan o entran
en guerra con los de otros, cómo están vivos.
Es como si
tuviera unos anteojos que le permiten ver deseos como personas, como criaturas.
Al cabo de estar
un rato junto a ella, puedo comenzar a ver un poquito como ella.
Asusta un poco,
pero es un asunto bastante maravilloso.
Probá.
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