Me tocó pasar unas semanas en un pueblo Santa María, de un
país muy latinoamericano. Cada día que estuve allí la pasé de muy buen humor
porque la gente era especialmente amable. Todas las personas con que me cruzaba
por la calle me saludaban, “buenos días”, “buenas tardes”, adonde entraba a comprar
algo me atendían sonriendo y jamás me cobraban demás, en cualquier bar o plaza
que iniciaba una conversación con alguien, se armaba una charla reposada y
encantadora.
Sin embargo, de todo nuestro continente, era el pueblo en
que más asesinatos se cometían. Por la guerrilla, por el narcotráfico, por secuestros,
robos y otros delitos, y por cuestiones domésticas. Eran la mar de afables,
pero parecía que si se pasaban al campo de las discusiones, el recurso que
tenían más a la mano para resolverlas era ponerle un tiro al otro en la cara.
Eran dos cosas las que yo no podía entender. Primero, el
contraste. Segundo, que vivieran tan livianamente algo tan trágico, absoluto,
como la muerte.
Sólo con los años fui comprendiendo que lo que sucedía en
Santa María era que a su gente la muerte en realidad no le resultaba lo más
tremendo que puede sucederle a alguien y a sus allegados.
Claro que era dramático el momento de la muerte, pero
pasado el amargo trago violento, la vida seguía igual.
Con los años comprendo que en aquel lugar la muerte no valía
nada porque la vida no valía nada.
El escandaloso pánico por el virus que se expande por todo
el planeta resulta estos días un buen Maestro de la Muerte para muchas personas.
Nos enseña nuevamente que moriremos.
Nos da tiempo para que nos preparemos para morir.
Y sobre todo, nos pone a pensar para qué vivimos, qué
sentido le damos a nuestras vidas, qué hacemos con nuestro tiempo.
Algunos no estamos del todo cómodo escondidos del virus,
preservando nuestros cuerpitos en reclusión, cuando podríamos estar haciendo
algo que sirva para quienes no están bien.
Algunos estamos esperando una eclosión de la epidemia que
demande manos para atender situaciones en lugares complicados. Entonces
pensamos que podríamos ayudar a cargar cadáveres, por ejemplo.
Luego comprendemos que nos vamos un poco al carajo con ese
pensamiento, pero entonces, ¿qué estamos haciendo de nuestra vida que sea un
aporte tan crítico como el de juntar cadáveres?
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