Aunque se la rotuló como una película muy menor, producto de
una experimentación no muy reflexiva, Mi
tío de América planteaba temas que para muchos son inolvidables.
Mostraba cómo algunas cosas que se aprenden temprano en
la vida, se transforman en jeites para siempre.
Por ejemplo (no son ejemplos de la película), personajes:
el que sacraliza a la madre, el fanático de una pertenencia, el rudo, el pobrecito.
Otro ejemplo son modelos de vida: el romanticismo, la
superación permanente, la extranjeridad, la martirización.
Sin saberlo, alguien vive una vida para cumplir con esos
modelos, para llenar esos moldes.
A mí me gustaba mucho “Andanzas de Patoruzú” (¿soy el
único?). Todos los jueves iba al kiosco de diarios a comprar la nueva edición.
Me gustaba que la vida fuera una sucesión de aventuras.
Una persona es alguien que vive en estado de aventura.
La vida está hecha de cosas que empiezan y terminan.
Deben terminar: no habría diversión, sentimientos
profundos, de miedo, de amor, de heroísmo, ni amistades que hermanan, si las aventuras
no se terminaran.
Este domingo, cumpliendo 55 días de autoconfinamiento,
puedo decir que estoy viviendo varias aventuras a la vez.
La de estar preso en una cárcel.
La del monje ermitaño.
La del solterón, típicamente medio hijo único, medio
anciano.
La aventura del retiro espiritual que pasó Jesucristo
ayunando en el desierto.
La aventura de la pausa para ordenar mi vida —la
biblioteca, la dieta, los textos pendientes, las películas clásicas y las óperas
que siempre dejé “para un día”, la gimnasia, la pintura.
La aventura de sentir helada sobre mi piel la sombra de
la enfermedad, la soledad y la muerte, y de pensar que no tengo la muerte, pero
tengo tiempo de vida, y entonces puedo sacar de su cofre mi deseo, arreglarlo,
pulirlo y echarlo a volar, con mi cuerpo abrazado a su cogote, como una vez iba
Patoruzú, abrazado a Pampero.
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