Páginas

jueves, 7 de mayo de 2020

No llores por mí Argentina, en Lanzhou



En Buenos Aires éramos compinches con Polo, Ziqian Feng. Cuando estaba por viajar a China por primera vez, le conté que visitaría Lanzhou, su ciudad. Con la hospitalidad asombrosa de los chinos, él habló con sus padres para que me recibieran allí.
Eran gente maravillosa, de una buena voluntad que me desarmaba. Estaban más felices que yo de recibirme. Me dieron un departamento y Feng Zheng, el papá, se tomó unos días en el trabajo para llevarme a conocer Xiahe, donde se concentraba la mayor cantidad de templos budistas de China, fuera de Lhasa, capital del Tibet.
Antes de partir, me invitaron a comer en su preciosa casa, donde vivían con el papá de la señora, un anciano muy honorable, a quien trataban con una dulce devoción.
Mientras la señora preparaba la comida, Feng Zhen me mostró algunas reliquias que había ido adquiriendo en Xiahe. Nos comunicábamos por señas y con muy pocas palabras, porque él sólo hablaba chino, idioma que ignoro lastimosamente. Sin embargo, de alguna manera nos comprendíamos, de modo que yo podía ir sabiendo qué piezas eran las que me mostraba y su valor histórico.
En el recorrido por sus colecciones, en la medida en que sentíamos que el idioma no era un impedimento para nuestra empatía, nos fuimos alegrando más y más de estar juntos.
Ese sentimiento de camaradería alcanzó un pico cuando llegamos a su biblioteca y fue sacando, una tras otra, ¡siete biografías del Che Guevara!
Llegué a decirle que había vivido en Cuba, y entonces hicimos grandes exclamaciones, y él me abrazó. Nos miramos con los ojos brillantes de dicha.
Al almuerzo llegó un amigo de Feng Zhen, Feng Qiu, quien en un inglés muy rudimentario consiguió decirme que iríamos los tres juntos en el viaje, y que él sería el traductor.
También me dijo que trabajaba como policía y que estaba estudiando derecho. Dos años después me enteraría de que había terminado la carrera y había abandonado el cuerpo policial para dedicarse a la abogacía.



Ese mismo día salimos en la camioneta de Feng Zhen a Xiahe, que quedaba en el sur de la provincia en la que estábamos, Gansu. Fue un viaje increíble, en el que la amistad se nos fue mezclando con templos budistas de miles de años, montañas esculpidas en forma de terrazas de cultivo que habían sostenido a la población durante siglos y ahora estaban desertificadas, pequeños pueblos donde viven chinos musulmanes, de pocas casas pobres y mezquitas palaciegas que brillaban como joyas bajo el sol, y enormes paisajes monocromos en los que aquí y allí estaballaban lejanos conjuntos multicolor de banderas budistas.
Durante cinco días recorrimos muchos kilómetros y nos metimos en todas partes; dormimos en cualquier lugar y comimos la comida regional, que le resultaba extraña incluso a ellos. Cuando pensé que no podíamos ir más lejos dentro de China, Feng Zhen anunció que entraríamos en la provincia de Qinghai para visitar a unos amigos suyos.
Sus amigos eran pastores nómades. Marchamos largas distancias por las montañas, en camioneta hasta donde pudimos llegar y luego caminando. Al final dimos con los pastores que buscábamos. La ladera de una montaña parecía tener una nube blanca dispersa: eran sus ovejas. Nos invitaron a tomar té con leche fuera de su carpa, hablaron mucho, siempre riéndose, con sus caras marrones oscuras por el sol directo, igual que la gente del altiplano.
Luego entramos a la carpa donde la familia vivía y nos acomodamos sobre unos almohadones muy confortables. Habíamos andado mucho, con mucho frío en ese aire puro y excesivo de las montañas. Sentirnos en un lugar tan placentero, tibiecito por el calor que emanaba de un fogón en el centro de la carpa, fue una delicia. La charla se me volvió un arrullo y me quedé dormido sin darme cuenta. Soñé algo intenso y me desperté de golpe. Vi los niños mirándonos seriamente, percibí ese olor reconcentrado de hollín y grasa, observé a los adultos charlando sin parar, recorrí con la mirada los enseres de los nómades, antiquísimos, y sentí que estábamos en un tiempo eterno.
Fue un momento de mi largo viaje de dos meses, en que toqué fondo. Hice contacto con una realidad última.
Sentí que mi amigo sabría que me pasaría lo que me estaba pasando, y pensé que por eso me llevó hasta allí.


El regreso fue algo desconsolado. Los tres hubiéramos querido quedarnos más tiempo, en aquellos lugares y también queríamos seguir juntos.
La tarde en que llegamos la señora nos esperaba en un magnífico restaurante en Lanzhou. Además de nosotros, llegó una cantidad nutrida de amigos que el matrimonio había invitado para que conocieran a un periodista que había viajado de muy lejos para conocer la tierra de sus ancestros. Para ellos, era un acontecimiento.
Algunos hablaban algunas palabras en inglés, con lo que la comunicación fluyó bastante bien. Fluyó tanto como el baijiu, licor chino de alta gradación alcohólica que se bebe de breves traguitos, pero durante horas, de modo que la alegría y desinhibición de los comensales crece, mientras la amistad se exacerba.
Es lo que sucedió aquella noche, que era mi despedida de Lanzhou y de aquella gente maravillosa.
Yo estaba feliz y a la vez sentía tristeza en mi interior. Esas personas, puras y buenas, se había convertido en mi gente, y no sabía si alguna vez volvería a verlas.
Entonces, siguiendo la tradición, el amigo Feng Qiu invitó a que cantáramos. Se exaltaron y comenzaron a cantar antiguas canciones que todos conocían, entre brindis, abrazos y risas.
En un momento alguien me señaló y dijo algo. Feng Qiu me tradujo:
— Dicen que quieren escucharte cantar una canción de tu país.
El pedido me tomó por sorpresa. No tenía idea de qué podría cantarles, si una canción de Charly García, una zamba, o tal vez la Marcha de San Lorenzo.
Me apuraron y entonces se me ocurrió que quizás alguno de ellos podía haber visto la película Evita, y entonces si yo cantara No llores por mí Argentina, haría la conexión.
En un rapto de inspiración, además, le pregunté a Feng Qiu, que era el que cantaba más fuerte y con más vocación, si la conocía. Dijo que no, pero cuando empecé a cantarla gritó:
— Yes! Yes! —y empezamos a cantarla juntos.
Los dos recordábamos sólo el estribillo, así que lo cantamos varias veces, abrazados, a veces mirándonos, con una mano moviendo un vasito con el temible baijiu, primero tímidamente, luego con toda la voz.
Ahí estabas, entonces, Eva, mi amor, en el fondo de la China, entre platos con pescados enteros y mariscos gigantes, entre chinos que fueron a conocer un argentino, entre vapores de baijiu, entre sopas de oveja, bocadillos de algas y orejas de cerdo; allí nos tenías, cantando y abrazados, sudorosos, descamisados, felices y unidos por vos.





Buenos Aires, 8 de mayo de 2020

No hay comentarios:

Publicar un comentario