Con Roxi hacíamos la misma carrera, en la misma Facultad,
y sin embargo, nos conocimos un verano en Castro, la capital de la isla de
Chiloé, en el sur de Chile, adonde los dos habíamos llegado como mochileros.
Hacía varios días que yo estaba parando con un amigo en un
albergue en un palafito, una de esas casas de madera construidas sobre el mar,
apoyada en alto pilares. Una mañana despertamos con dos bultos tirados en el
piso como nosotros, todos dentro de sus bolsas de dormir como bichos canastos.
Los dos bultos eran Roxi y una amiga suya.
Nos entendimos muy bien los cuatro, nos divertimos con la
casualidad de que estudiáramos en el mismo lugar, y Roxi y yo quedamos muy
amigos y desde entonces cursamos juntos. Éramos compinches, incluso
incursionamos en el amor, no funcionó, y sin embargo eso no alteró nuestro
compañerismo.
Luego la vida nos llevó por caminos distintos, y estuvimos
muchos años sin vernos.
Una vida entera, sin vernos, hasta que el año pasado me
invitó a su cumpleaños, en su casa.
Vive en un barrio cerrado, su casa es una mansión de
película de Hollywood, con una piscina gigante, una familia de galgos afganos
en el parque, un quincho como un restaurante de campo, cocineras y varias empleadas.
En el área de entrada, tres autos magníficos, uno de ellos un modelo deportivo.
Ella gana muy bien y el marido también.
Un día me dijo que venía al centro y la invité a tomar unos
mates. Con la sinceridad que siempre tuvo y por la que éramos amigos, entró a
mi microscópico departamento y antes de sacarse el abrigo, con la cartera
colgada del hombro, y mirando la biblioteca, las paredes medio tapizadas de
cuadros hechos por hijos y amigos, la cama sin hacer, las zapatillas tiradas
por acá, las botas por allá, la mesa llena de libros, vasos por cualquier lado,
la bicicleta colgando, la cortina rota, dijo:
— Esto igual que
cuando estudiábamos en la facultad, ¿por qué vivís así, como un perdedor?”
— Calculo que por la misma razón que vos vivís como una
ganadora —le dije.
Hablamos del programa con que uno viene.
— A mí no se me ocurre irme a vivir a una casilla en la
villa miseria, a vos no se te ocurre vivir como yo —dije y ella completó la
idea:
— Es el programa que traemos.
Dijimos que es un programa hecho de costumbres y de deseos
de quienes nos criaron.
Es importante tomar un poco de distancia y observar y
analizar el programa que estamos cumpliendo.
Siempre estamos cumpliendo un programa.
Nuestra vida puede reducirse a cumplir el programa que nos
constituye, o podemos trazar un plan.
— “Somos lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros”
—dijo Roxi, citando previsiblemente a Sartre.
Por supuesto, es muy difícil que el plan que inventemos desplace
al programa. Quizás nuestra máxima aspiración es poder materializarlo, aunque
sea un poco, y en ese caso habremos logrado superponerlo al programa que
traemos.
Será cómo construir un palafito, allí arriba del agua que
sube y baja con las mareas, el agua que es parte del mundo del mar.
Es cierto que es todo cuanto podemos llegar a hacer.
Sin embargo, un palafito no es poco.
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