(Capítulo de "Mariposa de Otoño" - Camilo Sánchez me dice que quedan algunos ejemplares)
Día 1
Luego de beber el vaso de medio litro que mi padre me manda tomar, me queda una sensación rara, como si hubiera bebido el jugo de una criatura extraterrestre.
Él tiene la certeza sorda de que ese brebaje es lo que preserva su salud de hierro a los 80 años. “El médico me sacó todas las pastillas”, dice.
Nos lo bebemos y salimos hacia su trabajo, por la autopista 278, y luego cruzando el Manhattan Bridge hasta Chinatown.
Me gusta agarrar por cualquier camino en el Central Park, porque vaya por donde vaya, siempre encuentro algo que me alegra haber encontrado. Hoy, sin embargo, extrañamente fracasamos, el parque y yo.
Cuando llevaba mucho más de una hora de un camino soso, empecé a pensar que había dado con uno de los pocos recorridos que se pueden hacer evitando los incontables puntos llenos de vitalidad del Central Park. Un parque formidable, un lugar que una y otra vez me ha hecho pensar que una visita perfecta a Nueva York sería un par de semanas de primavera u otoño, pasando aquí todas las tardes.
Cuestión que el paseo de hoy extrañamente era un bodrio, hasta que di con el lugar donde estoy ahora: de casualidad encontré el memorial de John Lennon.
No sé si será exactamente el punto donde lo mataron a balazos, pero en el piso hay una especie de blanco de tiro. Es un círculo, que no está hecho de bandas concéntricas, pero sí es blanco y negro, y tiene un centro. En el centro está escrita, en mosaicos de piedras, la palabra IMAGINE. Es como si le hubiesen puesto un tiro al corazón de todo lo que Lennon trajo a este mundo.
Uno se siente ante una especie de crucifijo.
El blanco está en un área a la que han llamado Strawberry Fields.
Un sexalescente de pelo largo y bandana interpreta con una guitarra una playlist de temas de The Beatles. Otro anda dando vueltas, hablando con los turistas que llegan constantemente. No sé qué les dice. Quizá se presenta como guía.
Alrededor de la palabra IMAGINE hay flores. Todos los que llegan tienen el acto reflejo de tomarle fotos al blanco de tiro.
Primero una chica y luego otra, se tiran al piso y se sacan selfies en contrapicado para que se lea IMAGINE.
¿Por qué asesinaron a Lennon, realmente? Fue absurdo que lo mataran. Era tan joven, y era una persona hermosa, era tan buen amigo, y tantos lo queríamos. Es insoportable, es desesperante que lo hayan matado.
El simpático que recibe a los que van llegando le saca una foto a un grupo de personas que hablan en español. Luego llega una familia de indios o paquistaníes. Algunos vienen y abren el mapa del Central Park. Casi todos toman fotos con el celular, algunos pocos sacan una camarita digital de su funda.
Cada mañana llegamos con mi padre al negocio de lotería que tiene en el Barrio Chino. Cada vez menos los negocios de la zona están en manos de jóvenes. Los jóvenes chinos de segunda o tercera generación se van: ya son norteamericanos. Va quedando la gente grande.
Como otros chinos clavados en sus negocios, mi padre es una especie de institución. A la gente le gusta ir a charlar un rato con él. A los chinos, pero también a los latinoamericanos, cuando se dan cuenta de que habla español.
Uno de los clientes es un pibe correntino. Todas las tardes llega desde su trabajo, lejos, porque es mecánico en el norte del Bronx, a la canchita que está a media cuadra del negocio, a jugar un rato al fútbol. Cuando termina, pasa a visitar a mi padre. No hablan de nada. El correntino es callado, sólo sonríe cuando mi padre bromea con él. «Tenés que jugar a la lotería de Corrientes, chamigo, así ganás un cuchillo. Acá ganás plata, nomás”. El correntino juega unos dólares, pierde y se va.
Una tarde fui a verlo jugar al fútbol. Me paré detrás del alambrado y me quedé un rato. Los norteamericanos no tienen forma de jugar bien. Sus cuerpos no entienden el tipo de equilibrio con que se juega al fútbol. Entre ellos, el correntino destacaba. Era muy bueno, pero no tenía con quién jugar. Estaba solo.
Un muchacho de unos 30 años le toma una foto a su padre, que posa parado en el blanco de John Lennon.
Una pareja de chinos de unos 40 años pasa cerca, mira de costado con seriedad, y aunque el hombre lleva una enorme cámara de fotos, siguen de largo. Cuando estuve en China comprobé, azorado, que la gente de cualquier edad carece del registro del rock and roll.
Llegan una chica y un chico de menos de 20 años, ella con una remera floreada con las palabras NEW YORK CITY, el pelo teñido de verde y una corona de flores; él, vestido como The Beatles en la época de A Hard Day’s Night, con la gorra de cuero negra y el peacoat negro como el del Corto Maltés.
El chico se llama Alberto, es de Brooklyn, y también de México. Es fan de Lennon. Tiene dos biografías de Lennon en su morral. Me las muestra. A veces viene a tocar temas de The Beatles.
El simpático que orienta a los turistas, ahora le da de comer a una ardilla. También andan entre la gente con mucha confianza las palomas, los gorriones y unos pájaros parecidos a los zorzales. Todos esos pájaros neoyorquinos andan en buscan de comida. A veces la encuentran, a veces no. En cambio, no sé qué harían todas las personas que vienen si no tuvieran celulares o cámaras de fotos. Las fotos son las que le dan forma al momento, como la comunión a la misa católica.
Mis padres se mudaron a esta ciudad en 1972. Yo tenía nueve años y mi hermana siete. Vivimos aquí un tiempo, hasta que ellos se separaron y mi madre regresó a la Argentina con sus hijos.
Estos días entré en la Catedral de San Patricio. Los turistas formaban un suculento flujo circular como un río henchido que emitía incesantemente flashes en todas direcciones, y en el centro había una misa. Aborrecí la multitud, pero necesitaba hacer una pausa en una iglesia. Me senté en un lugar oscuro, sin atractivos visuales, dedicado a algún santo poco popular.
Esta catedral es la principal de los católicos de Nueva York, pero hay otra catedral dedicada a San Patricio, a la que se conoce como Saint Patrick’s Old Cathedral. Vivíamos frente a ella, en 1972, en la calle Mott. Allí mi madre nos hizo tomar la primera comunión a mi hermana y a mí.
Cuando estuve la semana pasada en la catedral de la Quinta Avenida sentí que era la primera vez que entraba a una iglesia sin mi madre. En verdad, he estado entrando solo a diversas iglesias del mundo en los últimos 40 años. Sin embargo, pensar que nunca más entraré a la iglesia con mi madre, tomándose de mi brazo, me desconcierta.
Día 2
Llega un contingente. Todos tienen una credencial anaranjada colgada del cuello. Todos muy blancos, casi todos muy gordos. La guía les ordena que no pisen el círculo del blanco de tiro.
Vine a comprarle unas botas a mi sobrina y aparecí acá por segundo día consecutivo. ¿Cuántos días vendría a este lugar si me quedara una temporada larga en Nueva York? ¿Cada cuánto vendría si viviera aquí?
Hace un rato le mostré a mi papá las fotos que tomé a la mañana en el Museum of Chinese in America. Le conté que me entrevisté con la directora y que cuando le dije que mi familia es originaria del pueblo de Taishan, ella comentó que de ahí vinieron los primeros chinos que se asentaron en Nueva York. Cosa rara, mi papá miraba las fotos con ansiedad y las preguntas le salían atropelladas. «¿Querés que vayamos mañana?”, le propuse, pero se negó rotundamente. El museo ya tiene 36 años, y está solo a cinco cuadras de su negocio, lugar donde él pasa la vida.
El pillín simpático con los turistas, que al final de la jornada se reveló nada simpático conmigo, porque me imaginó como un rival pájaro en busca de comida, hoy no está.
Sí está en el mismo banco de ayer, con la misma campera y el pelo igual, pero con otra bandana, el sexalescente de la guitarra.
Canta With a Little Help from my Friends.
Una chica muy bonita, de grandes anteojos negros y vestida con colores negros y grises y ese estilo sobrio y fino de muchas personas de esta ciudad, se sienta junto al músico. No canta, ni saca fotos, sólo permanece un rato y luego se va.
Mi amigo Ricardo Mazalán me contó que cuando mataron a una señora muy querida en el Valle Dupar, a sus funerales masivos llegaron cuatro indias guajiras de la edad de la matriarca. Él las descubrió, desapercibidas en la multitud. Supo entonces de qué pueblo venían y que habían caminado por las montañas durante dos días. Permanecieron sentadas juntas durante algunas horas, en silencio. No hablaron con nadie. Luego se levantaron y se marcharon. Volverían a caminar otros dos días hasta sus casas. “Hicieron impecablemente lo que creían que estaba bien hacer”, me dijo Ricardo.
Llegan cuatro ciclistas, dos muchachos y dos chicas. Tienen una juventud que empieza a madurar. Lucen espléndidos por su ropa, las expresiones de suficiencia en sus caras, su estado físico y su energía. Tal vez sean escandinavos. En Nueva York se hace fácil entretenerse adivinando el origen de las personas. En este momento veo un sinonorteamericano, tres musulmanes, varios latinos y europeos. Vi pasar europeos del Este, indios, japoneses, varios afroamericanos, y nadie de África.
Otra chica, casi una adolescente, está al lado del músico, que ahora toca Eleanor Rigby.
Un chico lleva a su hermanita en un cochecito. Intenta atropellar con el cochecito a una paloma. La hermana llora.
Ahora es el inicio de la primavera. Si viniese cada tarde percibiría cómo día a día las plantas y los pequeños animales empiezan a ser movidos por una fuerza interior, las personas van liberándose, los colores cambian y la luz y el aire ganan densidad. Sería una inmejorable estrategia para vivir el ciclo de las estaciones en el Central Park.
Todos los que llegan se detienen mucho tiempo frente a la palabra IMAGINE, como si fuera una larga frase difícil de comprender.
“Si uno mira bien, con las mismas letras de IMAGINE también se escribe la palabra ENIGMA”, habría de descubrir Fernando Gioia al ver las fotos de estos días.
El músico está a un costado (ahora toca A Day in the Life).
Un muchacho se sentó junto a la chica. Los dos tienen la mirada perdida y una actitud algo meditabunda. Como si en este momento estuvieran enterrando a John Lennon.
Algunos visitantes, en cambio, hablan a los gritos, están contentos, ríen sin conflictos. No guardan luto. No tienen problemas en pisar el blanco, sólo no pisan las flores ni la palabra.
El correntino es joven, pero casi no hay jóvenes entre los clientes del negocio de mi padre. Los pocos que van, hacen como el correntino, entran y salen. Los que se quedan jugando son hombres grandes. La permanencia se explica en parte porque apuestan en una lotería que tiene una jugada cada seis minutos.
No debe descartarse, sin embargo, que muchos se plantan allí porque no tienen nada que hacer, o porque su mujer los echa de la casa, o porque viven solos, y esta no es la mejor ciudad para estar encerrado solo en un departamento, con los pelos del último gato que murió ya hace tiempo.
Entre los pasajeros está el indonesio, que era marinero y conocía Buenos Aires, Rosario y Bahía Blanca, el que habla a los gritos y mi padre hace callar (“tiene una bocina en la boca”), el que sabe unas palabras en español porque vivió en Cuba.
A veces entran el que se lleva la basura para revisar si hay alguna boleta ganadora descartada por un apostador distraído, el retardado que siempre parece andar en pijama y la señora fina, que nunca sabe cómo jugar.
La composición de la clientela es la que uno se encontraría en un aeropuerto del Sudeste Asiático, Hong Kong o cualquier otro de esos que se llaman hub porque todas las rutas aéreas pasan por allí.
Además de los chinos, al negocio de mi padre, van filipinos, tailandeses, malayos, vietnamitas. Él les habla a todos en el idioma de cada uno, en lo que descubro una habilidad ancestral de los cantoneses, gente que ha comerciado con todo el Asia desde hace milenios.
Mi padre se queja de que algunos clientes le usen el negocio para dormir, y a veces los sacude, pero ellos, al rato, vuelven a la siesta. También se queja de que le usen el baño, pero ya lo han convertido en un baño público. Y tiran las boletas en el piso, y dejan en cualquier lugar los vasos de café con que llegan desde la calle.
El negocio, vuelvo a pensar, es una mezcla de vieja estación de trenes de Bangladesh con un club de bochas de un pueblo de la provincia de Buenos Aires.
El tiempo flota. Una jugada cada seis minutos allí dentro es el tic tac de la eternidad.
Ahora, estoy sentado frente a los que se paran para leer IMAGINE del derecho. Aunque estoy un poco retirado, saldré en una cantidad de fotos.
El aire del invierno no termina de irse, y resiste, como un león que ha dominado largo tiempo un territorio, ignora al joven que lo ha vencido, y permanece imperturbable.
Por eso mismo, algunas personas llegan ligeras de ropas, decididas a poner el cuerpo por la primavera debida; y otros, más realistas, vienen envueltos en tapados, con guantes, bufanda
y gorro.
Suena en la guitarra algo desafinada, Strawberry Fields Forever.
Un matrimonio con una niña se sienta en los bancos de alrededor. Se quedan mucho tiempo. La niña se levanta, camina hasta el centro del círculo, le saca una foto a la palabra. Los padres tienen mi edad. Me pregunto qué le habrán contado de Lennon. ¿Le habrán dicho que sienten ese lugar más propio que el resto del parque? ¿Que sienten a Lennon como a un amigo?
A unos metros hay un puesto donde un paquistaní vende la legendaria remera que usó Lennon en la foto en blanco y negro, con las palabras NEW YORK CITY. Cualquiera querría tener hijos a quienes les hubiera enseñado las canciones de Lennon, para llevarle esa remera.
Leo lo que escribí ayer en un cuaderno: “Ciudad desaniñada, Nueva York. El profesionalismo y un sentido de la responsabilidad paternal histérico han podado la ciudad de chicos. Cuando te encontrás uno, es como un pájaro que irrumpe en la casa, con el escándalo y la emergencia que se siente, cuando se da contra los vidrios y revolotea en las cortinas”.
Una señora con un perro en brazos pone una tarjetita junto a la palabra IMAGINE y se dispone a sacarle una foto. Llegan dos chiquitos medio salvajes y empiezan a jugar con las flores. La señora tiene una intolerancia súbita, y los reta. Los chiquitos no le hacen caso.
Estos días fui al MOMA. Varias pinturas de la muestra de 1880 a 1940 me conectaron directamente con mi niñez. Las vi desde muy chico, en viejos libros de pintura que estaban en San Nicolás, y que me acompañaron varias anginas y un sarampión. De alguna manera me formaron. Son imágenes que aún se cocinan en el fondo de mi intimidad. Las he mirado y vuelto a mirar miles de veces, y las he visto con todas las partes de mi ojo, incluso aquellas que miran mientras duermo. “I and the village”, de Marc Chagall es tan enorme como supe que era cuando lo recorría en aquel libro a los cuatro años, tal vez antes. Ahora el caballo rezume la ternura de Chagall, pero entonces me asustaba porque temía que me llevara, con su mirada, a un estado en el que nunca más podría distinguir el sueño de la realidad.
Ese miedo era más fácil de manejar con El gitano durmiente, de Henri Rousseau, y con las obras de De Chirico. Con Dance II, de Matisse, puedo entender ahora que las pinturas no necesitan buscar la cualidad onírica para trastornarme. Basta que estén hechas con honestidad para que sean una brecha por la que entra otra realidad, con sus leyes y su ánimo.
Ante los cuadros que en mi infancia veía en papel ilustración, mi consciencia quedó suspendida, fascinada por la nitidez de los colores, y porque eran demasiado perfectos. El contraste con los colores de las reproducciones me convence de que es posible que existan tonos perfectos, y por tanto, de que los hombres pueden hacer algo perfecto, y quedar para siempre dentro de otras personas, modificándole su sentido del mundo y dándoles vida.
Mi padre es el chino que mejor habla español de todos los chinos que conozco, pero lo cierto es que llegó al idioma español de grande. Mi hipótesis del entendimiento con él sin intermediaciones ni ruidos (en realidad, como si el lenguaje no existiera) era infantil y errada. Nunca había pensado que no nos comprendíamos automáticamente. Sin embargo, muchas veces aparecía el silencio de mi padre ante una pregunta mía. Esos baches dieron pie a la fantasía. Nunca pensé lo más sencillo, que eso sucedía porque no entendía qué le estaba preguntando. Imaginaba otras razones, por ejemplo, una tradición china que dictamina transmitir ciertos saberes sólo a los descendientes que hablan chino.
Por otra parte, cada vez que no entendía lo que decía mi padre, me ponía a inventar cosas que él no había dicho. Es así que mi padre terminó teniéndome miedo, porque soy un fantasioso incurable, que comete una transgresión peor que no responsabilizarse por los efectos de sus mentiras: convence a los demás de que sus historias son verdaderas, diciéndose a sí mismo que a su gente le gusta creer que dice la verdad, porque así puede vivir las historias maravillosas queles cuenta.
Más aún, sabe que los demás disfrutan del riesgo de creer una mentira, como si caminara por una cornisa, a cuyos lados está el abismo de no poder distinguir entre realidad y ficción.
Aunque siento los pies congelados, quiero quedarme en el parque, en este lugar que habré hecho mío, como se hacen propios algunos rincones de las ciudades en que se vive un tiempo. Pero el negocio de las botas está por cerrar y no quiero que mi sobrina se quede sin las botas que tanto desea.
Debo irme.
Día 3
No puedo creer que esté de nuevo acá. ¿Será que vine para esto a Nueva York? Hoy pasé porque fui al Museo Metropolitano de Arte, y me dije que estaba a un paso de aquí.
Al viejo Carlitos Suez le gustan las películas de juicios. “Para mí son todo un género”, me dijo un día en su eterno videoclub, tan eterno como el negocio de mi padre y como las librerías de los sirios de Macondo. A mí me pasa lo mismo, me resultan un género las historias de quienes se embarcan en una misión con un objetivo muy preciso, aunque de fondo resulta que existe también otro designio, que es secreto.
Alguien, los dioses, el Destino, el azar, seducen al protagonista engañándolo con una aventura irresistible, para que secretamente cumpla con otro propósito. El relato de Historia de los dos que soñaron de Borges y algunas historias que cuenta Carlos Castaneda pertenecen a este otro género. Hemingway, incluso, llegó a justificarlo como una estratagema narrativa: “uno puede omitir –decía en París era una fiesta- cualquier parte de un relato a condición de saber muy bien lo que está omitiendo, y de que la parte omitida comunica más fuerza al relato, y le da al lector la sensación de que hay más de lo que se le ha dicho.”
Ayer y antes de ayer vine cuando la tarde caía, el frío se liberaba y se adueñaba del parque y la gente se iba a cenar. Hoy llegué al mediodía, y el memorial de Lennon era una fiesta. En ningún momento hay menos de quince o veinte personas rodeando el blanco.
Ya saben quién musicaliza. En este momento va con And I love her. Es un músico horrible.
No observo que hoy ocurra algo diferente a los días anteriores. Salvo, como dije, la multitud.
Estoy sentado en el mismo banco. Los bancos del Central Park están dedicados; este tiene una chapa que dice:
IN HONOR OF
THOMAS D. MCDOUGAL
&
LORNA LEE MCDOUGAL
Sería interesante averiguar, para esta historia, quiénes fueron esas personas.
Me pregunto si acaso Yoko Ono hizo poner en un banco una de estas pequeñas placas de metal con el nombre “John”, o quizás con los lentes que él dibujaba como firma.
En mi cuaderno encuentro que escribí en el segundo día en que llegué a Nueva York, la semana pasada:
“Perdido en algún lugar de la red de subterráneos cerca de las 3 de la madrugada, le pregunté a una chica si el tren en el que íbamos, solos, pararía en la estación de la calle 96.
‘Yes! Yes!’, me contestó con una sonrisa entusiasta y servicial.
Tenía el pelo teñido de mostaza oscura y los ojos muy irritados.
Era asiática. Me fui a sentar a su lado y le dije:
‘Sos japonesa, ¿no?’
‘Yes! Yes!’
Su vocabulario era de mucha simpatía, aunque no muy variado.
‘Hace muchos años trabajé para el diario Yomiuri’.
‘Yes?’
No sólo tenía los ojos irritados, sino extraños, hinchados, un poco deformados. Y sus iris eran de un amarillo luminoso, que hubieran envidiado los pintores psicodélicos.
Le seguí hablando, arrancándole varios ‘Yes! Yes!’ porque quería seguir mirándola para entender qué le había pasado.
Poco después descubrí que se había operado los ojos para agrandárselos. Y estaba gritándole ‘Yes! Yes!’ a un completo extraño en un tren que se dirigía a cualquier lugar, a oscuras, dentro de un túnel bajo la tierra de una ciudad que quedaba del otro lado del mundo de su casa.”
Finalmente, suena Imagine. Mañana ya no vendré. Volveré a Buenos Aires a escribir sobre el viaje que hice a China para conocer la casa donde nació mi padre.
«¿Cómo la estás pasando?”, me preguntan los que me quieren. Repetidamente he contestado: “vine a tratar de hacer impecablemente algo que creo que está bien».
¿Y qué misión es esa? Vine a decirle en persona a mi padre: “Mamá ha muerto”.
A propósito, ella había nacido en octubre de 1940, unos pocos días después de que nació John Lennon.
A mi hermana y a mí nos queda nuestro padre. Como dos niños, tenemos miedo de perderlo. Nuestra relación con él es más fuerte ahora.
Detrás mío hay un cartel bobo que tiene el mapa del sector donde estoy, incluyendo Strawberry Fields, y advertencias de que está prohibida la música amplificada, los instrumentos musicales, andar en bicicleta, rollers o skate y “deportes o actividades
recreativas organizadas”.
Muchos le sacan fotos al cartel. ¿Qué harán con esas fotos? La compulsión fotográfica es un tic que comanda a todos.
“The girl that’s driving me mad is going away”, desafina nuestro músico tributador. Lennon y mi mamá eran los dos dragones.
Eran parecidos. Los dos valerosos, llenos de orgullo. Vivieron en Nueva York en la misma época. Cuando él andaba por el Central Park, yo andaba también, de la mano de mi mamá. Fueron dos chicos de 32 años en aquella ciudad mugrienta, pero pertenecían a mundos diferentes, a generaciones diferentes. Yo estaba más cerca de Lennon que ella, compenetrado con su música y sus opiniones.
Ahora estamos los tres juntos acá.
No tengo muchos recuerdos de mis padres juntos y felices en Nueva York. Mi padre se enterró en el trabajo como un inmigrante que debe pagar una deuda enorme, y mi madre no comprendía aquella abnegación.
Cuando llegamos, la familia de mi padre la esperaba con un puesto de trabajo en una fábrica, y ella aceptó por deferencia, pero rechazaría el puesto apenas consiguiera trabajar como enfermera, que era la profesión que amaba. Sus vidas tomaron rumbos distintos en esta ciudad.
Ahora que ella ha muerto, estoy solo con mi padre. Una amiga que conoce mi mente y mi corazón mejor que yo, me dijo que había demasiada tensión entre él y yo, cuando nos encontramos. “Necesitan alguien que medie”.
Estos días hemos sido como dos estatuas frente a frente, solas en un paisaje enorme, cada una en una montaña. Si se movieran, las dos estatuas se pelearían, o se abrazarían, o saldrían corriendo en direcciones opuestas.
Diez días solo con mi padre. Su esposa está de viaje y Jason, su otro hijo, está en la universidad.
Algo une a las estatuas. Están hechas del mismo material. Tal vez sean iguales.
Algo las une, pero no pueden estar juntas. Sólo tienen algo que resolver, pero no saben cómo hacerlo.
Están allí paradas, sin saber bien qué hacer.
El músico canta ahora: “How do I feel by the end of the day? Are you sad because you’re on your own?”
Estos días hablamos fuerte, con mi padre, como dos hombres.
Evitamos una intimidad de temperatura insoportable. Los hombres somos muy maricones. Tenemos el amor adentro, que nos quema, y nos hemos fabricado unas corazas fuertes. No nos miramos a los ojos, no nos tocamos.
Pero él recordó que cuando vivíamos en el campo una vez vimos un enjambre de abejas y empezamos a hacer barullo para que bajara, y así capturarlo y ponerlo en una colmena de mi abuelo. Él batía una lata y a mí me había dado una latita.
“Vos le pegabas contento. Contento de trabajar, y de que trabajáramos juntos. Te gustaba que trabajar fuera divertido, y además conseguimos que el enjambre bajara, y entonces estabas completamente feliz, porque además habíamos tenido éxito”.
Necesito correr hacia la música. En el frío escucho “I didn’t mean to hurt you, I’m sorry that I made you cry”.
En unos minutos me iré de aquí. Nada me apura hoy, porque ya tuve suficiente.
Mi papá cumplirá 81 años en tres meses. “Esos viejos”, dice de quienes tienen su edad y van a pasar la tarde jugando juegos de mesa en el club de nuestra familia.
No se siente viejo, está criando otro hijo, de 18 años, tiene muchos por delante. Pero mi mamá murió y él ya tiene 80 años. Y John Lennon está muerto.
Ha llegado un grupo grande de adolescentes franceses y se han puesto a cantar en coro. No saben cantar, pero conocen la letra de Imagine de memoria y se entregan por completo al momento, y el cielo entero se cae.
Está muy bien. Muy bien.
Nueva York, 28 de abril de 2016
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