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sábado, 5 de diciembre de 2020

Mirando el horizonte con un mate en la mano

Trabaja mucho. No puede parar. Cada vez trabaja más. 

Trabaja compulsivamente. 

Y cada vez se aplica con mayor intensidad. 

La primera vez que se aceleró como ahora, tuvo una crisis. Le pusieron un stent, le ordenaron que cambiara de vida, se calmó un tiempo. 

Pero ahora, otra vez. Y más que antes. La compulsión y la tensión son masivas ahora.

Encima, la pandemia.

Le han vuelto algunos malestares que lo mortifican mucho. Lo maltratan, lo acorralan como alimañas que lo aguijonean con su ponzoña.

Se está haciendo estudios médicos, pero los resultados no revelan problemas físicos.


Viene a casa, tomamos unos mates. 

Renegamos porque cada uno tiene que hacerse su mate, para no contagiarnos. 

— El antimate —digo.

— La antivida —me responde.

Entonces hablamos de nuestros achaques. Nos damos detalles en esas confesiones que sólo pueden soportar las personas muy santas y las que cobran por escuchar. 

Gracias a Dios, luego pasamos a la etapa filosófica. 

Descubrimos entre mate y mate que cualquier atisbo de dolor se nos convierte en dolencia.

Quizás somos nosotros quienes convertimos en algo real un ligero vislumbre.

Esos malestares físicos son como mensajes. Son padecimientos que nos dicen “hay límites”. El poder del cuerpo tiene límites, la vida tiene límites. “Un día te vas a morir”.

Necesitamos escuchar esos mensajes.

Abrir los ojos para ver qué hay allá adelante.

Nos aferramos a los dolores para no perder de vista hacia dónde vamos.


— Se me lavó el mate —le digo.

— A mí también —me dice, y agarra los dos mates y les cambia la yerba.

Después nos ponemos a trabajar.

Hay mucho trabajo para hacer, todavía.

Y nos gusta mucho hacerlo, y la pasamos muy bien trabajando juntos.







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