(Adelanto del libro “La intimidad de las islas”, publicado en la Revista NOBA, de San Nicolás).
Las gallinas caminaban lentamente, apoyando sus largos dedos contra el piso, con sus ojos concentrados y fríos. Caminaban haciendo sonidos desde el interior de sus cogotes, buscando cositas en el piso de tierra. A veces se detenían y rascaban algo debajo de ellas y lo picoteaban. Andaban entre dos perros marrones echados, por el pasillo entre las filas de bancos dentro de la iglesia. Los bancos estaban llenos de gente del barrio. Mientras las gallinas hacían sus sonidos, el padre Daniel daba la misa.
Siempre era así la misa en la parroquia de San Francisco. Era una zona de las afueras, adonde los militares mandaron parte de la gente que desalojaron de Villa Pulmón —una villa demasiado cerca del centro de la ciudad.
Cuando aquello sucedió, el cura irlandés Daniel McGrath aún no había llegado. Estaba en otro lugar pobre, del conurbano bonaerense. Desde que se había ordenado como sacerdote siempre prefirió los barrios de los pobres, en Beirut, en Goya, en Rosario, en el partido de San Martín.
Ahora daba la misa aquí. Quienes cubrían los bancos no le entendían su español atravesado, pero le tenían mucho cariño. Había conseguido que la misa del domingo reventara la iglesia de gente que no lo entendía. Cuando llegara el momento de la ceremonia en que los feligreses se desearan paz unos a otros, el silencio y la solemnidad se romperían por completo, y todo el mundo se abrazaría con todo el mundo y haría una larguísima fila para ir a darle un beso al cura. Él había iniciado aquella costumbre, que terminó siendo más importante que la consagración de la hostia y la sacrosanta comunión. Era el momento del júbilo.
Hasta que llegara esa instancia de la misa, los perros seguirían con su siesta, sacudiendo una oreja para espantar una mosca, y las gallinas andarían por el pasillo entre los bancos, rascando el piso de la iglesia.
El padre Daniel era viejo. Tenía una nariz larga y afilada como el pico de una garza. Esa nariz le tensaba tanto la piel, tenue como una fina película transparente, que daba la sensación de que en cualquier momento se rasgaría.
Era de un tipo humano muy diferente a los que se veían todos los días, tan increíblemente blanco, como un hermano flaco de Papá Noel recién llegado del Polo Norte. Y andaba siempre erguido, de pantalón y camisa negra de cura, con un paso mecánico que daba la impresión de que podría dar incansablemente vueltas al planeta caminando, tric-tric, tric-tric, tric-tric, de noche y de día, bajo la lluvia o el sol, mientras pensaba, hablaba con sí mismo, rezaba o incluso mientras dormía, perfectamente autómata, totalmente autosuficiente.
Quizás me daba esa impresión porque el padre Daniel McGrath era irlandés. Yo no había tratado nunca con irlandeses y me intrigaba muchísimo. Además, nuestra madre nos había advertido, antes de que lo conociéramos, que era un misionero y había andado por Inglaterra, Francia, el Líbano y muchos otros países.
También nos advirtió: “pórtense bien con él y háganle caso. Lo recomendó el doctor Murphy”. Para nuestra madre, el doctor Murphy era como Dios.
El hecho de que el cura considerara mis poemas algo digno de su atención, dedicara tiempo a escucharlos y se esforzara por criticarlos y puntualizar algunos aciertos, produjo en mí un efecto que persiste, treinta años después.
— Vos podés escribir. Vos tenés que escribir —me decía, y yo, que era un adolescente empeñado en destruir todo lo que mi familia mantenía en pie, pero sin saber hacia dónde quería ir, me transformaba en otra persona.
Entonces empezó a traer poemas suyos.
— Intercambiemos —me dijo, y yo fui intensamente feliz de que un hombre más grande que mi padre me considerara un igual.
Al principio no entendí los poemas del padre Daniel, pero con el tiempo se me empezaron a hacer conocidos. Me los leía en inglés. Aún antes de que comprendiera las palabras, sentía dentro de mí que tenían algo que estaba vivo.
Finalmente tuve una especie de despertar cuando me leyó un poema sobre unos soldados que regresaban de la guerra. Un pequeño grupo marchaba junto a una fuente en medio de una calle de un pueblito medieval. Era verano, y el agua manaba abundante dentro de la fuente. El agua cantaba su canción eterna y el sol brillaba en ella creando blancas chispas, fugaces y frescas, pero los soldados parecían sombras abultadas que caminaban con un pesar de muerte, y las personas del pueblo no los abrazaban ni les hablaban, sino que se quedaban tiesas, como estatuas petrificadas por el horror.
Aún escucho la voz del padre Daniel leyéndome cadenciosamente aquel poema tan bello y tan trágico.
Hasta el final de su vida Daniel McGrath fue un crítico muy duro del poder autoritario, no sólo de los militares, sino del poder económico, del capitalismo y del poder en la Iglesia Católica. Desde aquella parroquia metida en el barro, los caballos viejos, las gallinas, el agua podrida de las cunetas plagada de renacuajos negros, habría de criticar sin piedad el negocio que se crearía en torno a la Virgen que se le apareció a una vecina y que habría de convocar a muchedumbres ciegas de devoción.
También estaba furioso con los ingleses por la guerra de Malvinas.
— ¡Inglaterra está aferrada a su violencia y a su decadencia! Es horrible para los ingleses que sus soldados tengan que ir a matar adolescentes argentinos en unas islas congeladas en el fin del mundo. ¿Para qué? ¿Qué ganan? Sólo se vuelven indecentes, pierden la moral, su identidad se corrompe. ¿Eso es patriotismo? Es un patriotismo patético.
Nuestra madre nos lo dijo el primer día que él vino a darnos clase a casa:
— Es un intelectual y un revolucionario.
Nuestra familia se mudó a Estados Unidos un tiempo, y cuando regresamos, el padre Daniel estaba internado en el hospital San Felipe.
Un atardecer había salido del barrio en su modesto ciclomotor, y al meterse en la ruta para ir al centro, un Ford Falcon lo chocó de atrás con furia. El ciclomotor quedo retorcido y desmembrado y el cura dio tumbos pegando contra el asfalto a lo largo de veinte metros, hasta que lo detuvo un poste de cemento.
Con el tiempo habríamos de saber que el simulacro de accidente automovilístico era la siniestra técnica que usaban los militares para matar a los curas opositores. Increíblemente, Daniel McGrath no murió. Su cuerpo, sin embargo, quedó maltrecho.
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