(Nota publicada en Revista NOBA, San Nicolás, 7 de mayo de 2021)
Ahí estaba la tumba, entre otras muchas, del primo lejano de mi madre, y junto a ella el pino, entre el bosque de pinos. Pero todos los demás pinos estaban saludables y robustos, altísimos —había que mirar hacia el cielo para ver sus copas—, y en cambio este era raquítico, de un amarillo biliar, y estaba camino a secarse.
“Lo que pasa es que este primo toda la vida empinó el codo de lo lindo”, me explicó mi tía Consuelo. “Y ahora ves, desde allá abajo está secando el pobre pino”.
Esos son mis primeros recuerdos del cementerio. Con mis padres vivíamos al comienzo de la calle Francia; al final de la calle estaba el cementerio. En los edificios que estaban a pocos metros vivía, viejita, mi abuela. El de la calle Francia me parecía un plano que se correspondía con el ciclo de la vida.
Con mi abuela vivía mi tía Consuelo, muy afecta a la vida de los muertos. Dos veces por día salía de su departamento, caminaba setenta metros y entraba en el cementerio, una vez para hacer la “ronda corta” y otra para la “ronda larga”.
En la “ronda corta” visitaba la tumba de su padre, abuelos, sus hermanos, cuñados y sobrinos, y en la “ronda larga”, ampliaba el recorrido a otros parientes. Acomodaba las flores, quitaba las marchitas y ponía nuevas, pasaba un trapo rejilla a las placas con los nombres y saludaba a los muertos, que la esperaban.
Cuando alguien visitaba a mi abuela y a mi tía, al llegar la hora de las “rondas”, mi tía invitaba a que lo acompañaran. La mayoría de las visitas iba encantada. Mi tía era gran conversadora, sabía escuchar y siempre contaba muy buenas historias.
El sector de los pinos no era importante en la superficie total del cementerio, pero para mí era el lugar más misterioso y magnético. Desde el balcón de mi abuela se veía la masa oscura que formaban los altos pinos negros. Aunque el aire estuviera perfectamente tranquilo, siempre un viento inclinaba los pinos hacia el oeste, y desde que caía el sol, ese viento emitía entre sus copas una especie de triste murmullo.
“Son los muertos”, decía simplemente mi tía Consuelo.
Yo no recordaba a ninguno de los muertos, pero para mi tía eran su gente. Le quedaban algunos de este lado, pero las personas que más le importaban estaban allí, hablando a través del viento entre los pinos.
Había otro pinar en San Nicolás, el que había sido plantado junto a la estación de ferrocarril. El cementerio y la estación de tren eran puertas de salida de la ciudad, y los pinos se me hacían los guardianes de esos portales.
Conocí al hombre que plantó los pinos de la estación. Era un árabe muy árabe: a la vez frío y caliente, inteligente, fanático y amigo natural. Decía que en su juventud había hecho muchas cosas en San Nicolás que quedaron para siempre.
En la época en que mi tía Consuelo me llevaba al cementerio, fuimos con mi padre a la estación de tren a recibir a su amigo chino Lo Yuao, que se había hecho artista en Buenos Aires.
En aquel momento el boxeo era un deporte que brillaba. Estaban Mohamed Alí, Ringo Bonavena y el increíble Carlos Monzón. En el mismo aparatoso televisor en blanco y negro que vimos la llegada del hombre a la Luna, veíamos en mi casa del principio de la calle Francia las peleas de Monzón por el título mundial, con vermouth y una picada y amigos de mis padres. Participábamos de un acontecimiento nacional. Y Monzón siempre ganaba.
En la estación de tren mi padre descubrió a un boxeador que pertenecía al panteón de los campeones argentinos. Comenzó a hablar de él con alguien y escuché que se llamaba Pascualito Pérez. Era un hombrecito pequeño, vestido con un traje muy nuevo. Estaba rodeado de varios hombres, ninguno de los cuales se paraba demasiado cerca de él. Tenía un cigarrillo en la mano, el pelo peinado a la gomina lo tenía desordenado y se bamboleaba un poco, como si perdiera el equilibrio. Estaba borracho.
Mi padre me dio un papel y una lapicera y me dijo: “andá a pedirle un autógrafo”. Yo no entendí y me dijo: “pedile que te firme este papel”. El hombrecito me miró llegar, me sonrió con una sonrisa angelical y pesada, me escuchó, me dijo “cómo no”, me preguntó mi nombre, escribió lentamente algo en el papel, me lo dio y me puso una mano arriba de la cabeza. Pocos años después moriría por el alcohol, igual que el primo lejano.
Por algún motivo, recuerdo al boxeador con el pinar detrás. También aquellos pinos se bamboleaban inclinados hacia el oeste por un viento que no existía.
Y otros pocos años más, yo ya era un adolescente a punto de hacerme adulto. Los militares iniciaron la guerra de Malvinas. Una noche llegó a la estación de ferrocarril un largo tren que llevaba donaciones para los soldados. Mucha gente fue a la estación para ver el tren. Era de noche y la estación estaba poco iluminada. El tren, compuesto por la gigantesca locomotora y todos los vagones cerrados, no tenía ninguna luz. No había en la gente un ánimo apesadumbrado, pero si se hubiese visto el tren desde el pinar, hubiera sido posible creer que los vagones estaban cargados de los chicos que eran transportados a morir en las islas. Algo maldito e infernal había en ese tren sin vida.
En pocas semanas habríamos de ver en la televisión a los ingleses acumulando en un campo de batalla gris, sin árboles, sin piedad, cuerpos negros de chicos que no conocían nada de la guerra y habían sido matados por soldados profesionales.
Algunos de esos chicos eran de San Nicolás. Algunos habían sido mis amigos. En el viejo cementerio fue instalada una estatua para recordar a esos chicos muertos. Finalmente mi vida había entrado en el cementerio. La estatua era de un joven que abrazaba con dolor y furia una hoguera con una llama votiva. Está entre los pinos.
La visitamos un día con mi querida tía Consuelo.
Muy bueno Gustavo. Hermoso recordatorio de tu pueblo
ResponderEliminarMuchas gracias, Unknown!
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