El peronismo, el movimiento político más representativo del Pueblo Argentino, derrapó feísimo en los 90.
En aquel pisar mierda en patas, el progresismo estuvo muy lejos del peronismo.
Pero cuando Néstor Kirchner empezó a devolverle la dignidad y a demostrar que el peronismo, sea lo que sea, es el movimiento que mejor puede realizar los deseos de todos los argentinos, el progresismo —clase media urbana, convicciones de izquierda, valores burgueses, influyente— se hizo peronista. Incluso por conveniencia. Y, como siempre, una vez más el peronismo le abrió los brazos.
Ahora el progresismo está rechinchinando. De nuevo está diciendo “los peronistas” como “otra gente. Está despegándose.
Ante el Gobierno timorato, que le dice que sí al obrero y le dice que sí al patrón, que no avanza porque no decide, no corta el bacalao, que tiene el poder pero no tiene ambición, en este momento tibio y chirle, de perspectivas funestas, varios amigos progresistas dicen que es mejor no salir a la calle.
Los progresistas salen a la calle cuando la batalla está ganada.
Especula con todas las maniobras, estratagemas y trucos políticos de alianzas, celadas, jugarretas palaciegas, que deben hacer Cristina, Fernández, este, aquel, para ganar las elecciones y posicionarse y esto y lo otro.
Lo cierto es que los cambios grandes, los cambios de Destino que ha tenido Argentina —como cualquier otro país— han sido forjados por la gente en las plazas y en las calles.
No en manifestaciones testimoniales y seguras, con niños sobre los hombros y en bicicleta, sino luchando.
El progresismo no tiene fe en la gente y le teme a la negrada.
Sin embargo, es la negrada poniendo el cuerpo la que ha producido los cambios que luego son usufructuados por el progresismo.
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