Llegué a China podrido de la gente.
Unos días antes de salir, aún en Buenos Aires, decidí que en el viaje no buscaría hacerme amigo de nadie, contradiciendo mi tendencia esencial de seducir para que me quieran.
Había ganado con plena claridad la certeza de que me entiendo con los perros y los niños y que la gente se me hace pesadísima.
Una noche, llegué a una reunión de gente que estaba al lado de un arroyo que atraviesa parte de Beijing, y encontré una chica tan fresca, espontánea y natural, que no parecía natural. Era demasiado natural. Le dijo a mi amigo, que es un influencer famoso, que siempre veía sus videos y que no podía creer qué lo tenía en persona a su lado, y que estaba loca de amor por él, y lo abrazaba y se reía.
Algo en mí, lejos de mi conciencia, me hizo comprender que la chica era tan espontánea, fresca y natural como un niño o un perro, y mi corazón se alegró como si hubiera sido liberado de una maldición, o como si fuera redimido.
Me dio esperanzas, quería jugar con ella a corrernos, hacer con ella lo que surgiera, gritarnos, mordernos, reírnos. Me hizo sentir completamente libre.
Al rato se quedó dormida, tirada sobre el césped. La miré dormida lleno de amor.
Volví a verla una semana después. Corrí hacia ella e hice lo que solía hacer hace muchos años con mis amigos queridos: la alcé, la tiré para arriba, aprovechándome de mi bestialidad y mi fuerza.
Y he aquí que la chica se zafó espantada, como si yo fuera un desquiciado, o un degenerado, o algo así. No sé si vi horror o asco en sus ojos, pero sí una reprobación total, una advertencia muy dura, “no tengo nada que ver con vos“.
Yo sí me llené de susto. En un instante, todo se me vino abajo.
La escena fue tan abrupta que un rato después empecé a darle mil explicaciones a la chica para disculparme, intentando contarle lo que estoy contando aquí.
Me escuchó con una distancia que me mantenía helado. Me enredé y redundé mil veces con mi idea porque pensaba que si ella la entendía, no seguiría condenándome, pero ella mantuvo los mismos ojos de águila despiadada.
Al final dijo:
— No entiendo lo de “perro”.
Le iba a explicar por enésima vez, pero comprendí que me estaba espetando una afirmación, y que no le importaba lo que yo pudiera decirle.
Así que con esa chica, tampoco.
Nada.
Nada de nada.
Seguí distante del grupo con el que trabajaba, cada vez más solo y más harto.
los momentos no son eternos, nunca responden al estatuto de lo permanente y a veces ni siquiera a los del instante. A veces las palabras y los gestos nos convierten en descoocidos.
ResponderEliminarQuizás un espejismo de alguien anhelado. El de ella era el influencer su lago artificial .
ResponderEliminarExacto. Tantos espejismos.
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