Con Javi siempre fuimos tan diferentes como el blanco y el negro, pero a la vez tuvimos convergencias sorprendentes, seguramente porque nacimos en el mismo año y en la misma ciudad y fuimos a la misma escuela.
Una vez, cuando teníamos 15 años, me asombré al escucharlo recitar, palabra por palabra sin equivocarse: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.”
Me asombré porque yo también me lo había aprendido de memoria. Cientos de miles de personas lo sabían de memoria, pero no creo que muchos otros chicos de 15 años la pudieran recitar, además de Javier y yo, en San Nicolás.
Me asombró la coincidencia –aunque con el tiempo comprendí que Javier sabía de memoria el comienzo de muchos otros libros.
Años antes, cuando yo tenía nueve años, en una remota noche mi padre me llevó a conocer el teatro.
Fue la primera y la única vez que me llevó al teatro. Y fue mi primera vez en el teatro. Un gran estreno, porque el Teatro Rafael de Aguiar era magnífico, construido en escala como copia de los teatros de ópera europeos, con pinturas celestiales en la cúpula, escalinatas de mármol de Carrara, un telón pintado en Nápoles y el mobiliario traído de Viena.
Todo me resultaba portentoso, pero más los actores. En un momento de la obra, que era El pan de la locura, uno de los personajes se paró en el medio del escenario y desenmascaró la miseria del dueño de la panadería. Era un héroe, tenía una voz que hizo temblar el teatro. Todo el público estaba electrificado y los demás actores lo miraban como si hubiera aparecido un dios.
Mi padre me susurró al oído:
– Ese es el papá de Javier Tisera.
Mi fascinación con este nuevo dato se hizo tan profunda que sentí que no tenía fondo.
Ahora que cumplimos con Javier 60 años, le dije que el partido ya terminó y empezamos a jugar el tiempo de alargue.
Le dije que desde aquella noche en el teatro supe que él heredaba un mundo infinito. Le recordé una parte de un poema de González Tuñón:
Toma este mundo, cuídalo.
Es una cosa seria y es una simple cosa.
Conquístalo, contémplalo, ámalo para siempre,
musical niño mío,
predilecto del pan y de la rosa.
Te lo regalo, es tuyo.
Y te regalo un barco
y te regalo un barco dentro de una botella.
Una bota de vino
que vino del Mesón del Segoviano.
Un farol marinante.
Las golondrinas y las mariposas.
Una sirena anclada en el estante.
La bandalisa de los circos pobres.
La luna en el espejo.
Un mapa, un numeroso y palpitante mapa,
un mapa con las rutas
que siguiera Juancito Caminador, tu viejo.
La Esperanza.
Y una caja de música que traje de la estrella.
Toma este mundo, tómalo. ¡La vida es vasta y bella!
Mira siempre allá lejos, hijo mío… Allá lejos.
Naturalmente, Javier puede recitar de memoria este poema. Su memoria prodigiosa es parte de esta obra El pan de la locura arriba de un escenario, Javier en el centro, yo en un costado.
Y es parte de la obra hablar del tiempo de alargue, tiempo de descuento, bonus track, y el comienzo de Cien años de soledad, los amigos en común como Camilo Sánchez, que colgó el poema de González Tuñón cuando vivimos juntos; como son parte de la obra nuestros padres, mi viejito chino en Brooklyn, el de Javi que murió a los 36 años.
Una obra en la que las cosas eran todas la primera vez cuando nos conocimos y ahora vuelven a ganar el brillo fascinante que les da ser únicas, porque será la última vez que las haremos, dignos y felices porque, ganamos y perdimos, pero siempre actuamos con toda la voz, para llenar el espacio del teatro y para recorrer los caminos del vasto mundo que nos dieron.
Leer su bitácora me produce algo así como esperar abrir un chocolatín Shak para ver qué me tocó
ResponderEliminarSiempre es bueno el muñequito