Cuando presenté mi último libro, mi hermano Osvaldo me dijo:
— Felicitaciones, ahora sí podés dedicarte a la ficción.
Osvaldo me estaba tirando el libro abajo y me estaba diciendo muchas cosas.
Me decía que lo que yo había escrito hasta entonces no había sido ficción.
Me decía que lo que había hecho era superable, o sea, de alguna manera fallido.
Y que lo que yo había hecho era algo inferior a la ficción.
El libro presentaba historias inspiradas en episodios de mi vida, en la clave de que, siendo que todo lo que se escribe es ficción, mi compromiso ético de no apartarme de los hechos no podía evitar que los contaminara con lo que se me ocurriera.
En definitiva, Osvaldo me decía que lo que había hecho hasta entonces era bueno, pero no tanto, porque no era ficción.
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En El jardín de los senderos que se bifurcan, una persona, quizás inventada por Borges, se pregunta “de qué manera un libro puede ser infinito”.
Luego escuché la magistral y vasta conferencia en el semiólogo Rubén Pose sobre Sueño en el pabellón rojo. Pose explica un mecanismo que tiende al infinito: cuando se llega a un determinado capítulo, se halla una clave que obliga a empezar a leer la novela nuevamente, y todo lo que se ha leído cambia de significado —y esto vuelve a suceder con otro capítulo.
Entonces escribí la novela Vagalumes con una estructura que demostrara que todo lo que ha sucedido sigue sucediendo eternamente.
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