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viernes, 1 de noviembre de 2024

Fuegos artificiales

Mi tío Alejandro tenía cosas necias, que daban ganas de matarlo, sobre todo por infantil. Iba para 70 años y no se responsabilizaba, actuaba como si él no tuviera nada que ver. Le había dicho a su esposa, adelante de sus tres hijas, “ustedes no son mi familia. Mi familia es mi mamá y mis hermanas”. La hija más grande no sabía cómo reaccionar; no salía de su asombro, y no sabía si reírse o ponerse a llorar. 

Pero así como tenía esas estupideces, mi tío Alejandro también era genial. No conocía ninguna máquina que no entendiera casi automáticamente cómo funcionaba, que no pudiera desarmar y volver a armar en unos pocos días incluso que no le hiciera ajustes para mejorar su eficacia o para hacer su trabajo más hermoso, divertido o con más estilo. Quizás mi tío tenía algo de Asperger, o estaba, como se dice, “en el espectro” (autista).

Vivía solo en la casa del campo que le había quedado de su padre. No le importaban las comodidades, ni le importaba lo que dijeran de él. Sólo necesitaba alimentar una parte de sí que le pedía con una voracidad monstruosa otra realidad. Ansiaba material desconocido como un enamorado arde por estar de nuevo con su enamorada, como un adicto desespera por un poco de heroína. Inventaba artefactos todo el tiempo porque en la creación aparecían cosas que antes no existían en este mundo, y él necesitaba eso para explorarlo, igual que hacía con las máquinas. Cuando tuvo una novia —pobre novia—, le urgía experimentar con ella todo lo que pudieran hacer un hombre y una mujer. Ella escapó antes de volverse loca. 

Escapó de ese trastornado que tenía una avidez impaciente por encender 100 kilos de fuegos artificiales adentro de su cabeza para calmarla.

Un día cayó en la cuenta de que se iba a morir. A lo mejor en 10 años, o en 20, o en dos, pero se iba a morir. Y ahí sí tuvo material para entretenerse. 

Nadie supo qué hizo con su muerte. Se lo llevó a la tumba seis años más tarde.





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