El recital se hizo el 12 de noviembre en el largo salón del Hogar Kaupé donde las mujeres alojadas pasan los días mirando televisión, charlando, preparando comida, comiendo, asistiendo a algún taller, arreglando ropa donada para que llegue en condiciones a quienes la usarán.
En ese lugar ha quedado fija la decoración de la primavera. Del techo cuelgan cintas y grandes mariposas de papel, en las paredes siguen estallando flores de colores excitados. En las paredes también hay matafuegos y planos de emergencia, planillas de horarios que organizan a quiénes les tocan diferentes tareas cada día, dibujos, frases, avisos varios. Uno dice que una agencia incorpora personal doméstico.
Es viernes. Con responsabilizada puntualidad llega Juancito a las siete de la tarde con sus músicos invitados. “Esta banda se llama Juan con Quien, dirá más tarde, pero hoy los Quién se llaman Nahuel Monteagudo, que hará la percusión, y Mauricio De Ambrosi, que tocará el saxo soprano”.
La señora E. se acerca parsimoniosamente y pregunta con corrección si no tocará la señorita “que cantó en el último recital, se me fue el nombre, disculpe”.
“Eugenia”.
“Sí, Eugenia”.
Le explicamos que hoy no le toca. “Qué pena”, dice, hace un breve silencio y luego pregunta por “la otra chica, la que tocaba el bandoneón”, y pregunta por Maite, por Susana, por Cynthia, por Diego, por Fernando, por Liz… por Loreley (la señora E. ama a Loreley). Pregunta siempre por cada una de las personas que han ido una vez. La señora E. pasó mucho tiempo en la calle, quizás años, y ahora tiene esta casa. Con las demás habitantes, hacen hogar. Saben hacer hogar. Lo hacen cuando albergan, identificando el nombre de cada persona que llegó de visita, preguntando cómo anda, mandándole decir que lo esperan, enviándole este mensaje: “hacemos lugar para vos aquí”. Las coordinadoras se ocuparon de advertirnos cuidadosamente esto cuando empezamos el taller de cuentos, “cuidado que no es un «toco y me voy». Ellas hacen lazos”.
Tomate, con su entrega desaforada, es un personaje totalmente incorporado por las habitantes. Lo hicieron Señor Tomate y su corazón animal no se negó jamás. Tomate interrumpiendo la canción que tocaba para atender el teléfono. Tomate sacando el agua que inundó el salón con un secador de piso. Tomate escuchando a cada una por el resto de la eternidad. Tomate mimándolas, concediéndoles todo, malcriándolas, cantando siete veces en un recital el tema que le piden. Cómo no habría una ovación cuando Juan invitó a Tomate al escenario como músico invitado.
Juancito fue en calidad de músico y en calidad de porfiado. Los X fiAdos somos el equipo que organiza recitales como este, en lugares donde se aloja a personas que no tienen donde vivir o por la fuerza. En nuestras reuniones perdemos profesionalmente el tiempo y lo que queda nos ponemos operativos con los conciertos y también debatimos algunos temas. Uno de los debates que construimos se concentra en el repertorio: ¿es mejor que las bandas lleven un repertorio de temas propios o que lleven un repertorio concesivo? Esto conlleva la pregunta: ¿llevamos música y «que la aprecien aunque no la conozcan» o usamos la música como prenda de amistad y entonces hacemos temas «que sepamos todos»? Es un debate que se presta a discusiones acaloradas y que revuelve muchas cosas. Esa noche en el Hogar Kaupé Juancito tomó posición definida: “Vamos a tocar temas que a lo mejor no conocen. Las invitamos a que los conozcan”. (Las habitantes del Kaupé, sin embargo conocerían algunos temas, autores —“eso es de Drexler, ¿quién no lo conoce?”— y observaron, “¿cómo no vamos a conocer la música brasileña?”. La realidad reina).
Un segundo indicio de que Juan es un X FiAdo fue el dominio formidable que tuvo de todo el recital, lo que resultó en una soltura encantadora y confortable. Desde el primer tema Juan se comió la cancha. Sus músicos, subidos a la onda, se largaron y tocaron maravillosamente. El recital comenzó con Juan pidiéndole a Mauricio que explicara qué era, cómo sonaba, el saxo soprano que tocaría, y terminó con la señora Ch. pidiendo ver un charango de cerca, porque sólo los conocía por la televisión. Mauricio se explayó con el saxo y Nahuel conquistó el clima con sus manos creativas del principio al fin, batiendo, tamborileando, peinando, golpeteando de incontables maneras los cueros de una conga y un bongó.
En la temperatura del recital Tomate jugó una pieza importante, ubicándose estratégicamente en medio del público y haciendo palmas, vivando y aplaudiendo desde ahí. Uno de la casa. Charla con las alojadas, les guiña el ojo, les sonríe. La señora E. le habla; no oigo qué le dice, pero sí escucho la respuesta de Tomate: “Voçé é a Garota de Ipanema!”
Entre el clamor de la música a todo trapo, Juan llegó a escuchar a C. canturreando con él. “Parece que hay gente que sabía este tema”, diría, mientras C. sonreía en la primera fila, con sus anteojos negros. Pero C. siempre sonríe cuando algo la hace feliz, y la hacen feliz muchas cosas, y en el recital anterior Eugenia se había asombrado de que C. conociera todos los temas, hasta que la sorpresa se tornó incredulidad cuando C. cantaba un tema de Eugenia: no había forma de que lo hubiera escuchado. Descubrimos así la portentosa habilidad de C. de cantar prácticamente al mismo tiempo que el cantante, cual sea el tema que esté cantando.
En medio de la soltura, sonó el timbre y el recital debió interrumpirse porque el escenario estaba entre la puerta de calle y el público: había llegado Maite, aparatosamente, con bicicleta galáctica e hijo con indumentaria de Power Ranger Rojo y casco de astronauta que hacía juego con el peinado hacia el cielo de Maite. Aplauso estruendoso del público, incluido coro “Olééé-olé-olé-olé, Maitéééé, Maitéééé”. El petizo, bajado de la bicicleta, inmediatamente adquirió la posición de lucha de un Power Ranger Rojo y castigó a Tomate.
En ese momento Juan liberaba todo su amor por hacer música, se daba el gusto de crear ese estado singular que se crea con la música, bailando con el paso de reggae. Radiante, tan radiante y encantada como él, la señora S. imitaba el paso sentada en una silla. Ya lo dijimos en otra crónica, la señora S. es sorda. Pero la música ya no tenía límites a esa altura, todos bailoteábamos y nos reíamos. Los tres músicos tocaban como si fueran cien, para un público que en lugar de siete mujeres, eran diez mil fans.