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viernes, 31 de diciembre de 2010

Crónica del Primer Taller de Cuentos en el Sanmar


Mi papá me llevaba a la escuela todos los días. Me llevaba caminando de la mano por las calles de San Nicolás, yo abombado de sueño, él cansado en paz de haber trabajado en la fábrica toda la noche. Años después fuimos a vivir a Estados Unidos, y allí terminó mi niñez. Mi padre siempre se llevó naturalmente bien con los chicos más chicos, pero cuando crecían y entraban en la rebeldía y confusión de la adolescencia, se sentía decepcionado y traicionado. Desde que mi madre me trajo adolescente insoportable de regreso a la Argentina él se desentendió de mi educación, por lo que atravesé toda mi secundaria sin padre. Mi padre se había quedado en Nueva York cumpliendo su sueño americano, y yo estaba en la secundaria de la dictadura militar. Algunos de mis compañeros de entonces recuerdan aquella época en la escuela como gloriosa. Yo no puedo comprender esa nostalgia, porque lo único que me quedó fue el modo en que aquel gobierno infame habilitó, liderando, el componente más violento, autoritario y sádico de los directivos, profesores, celadores y cualquiera que tuviera un mínimo de poder. Se hartaban con el gozo de someter a los alumnos a vejaciones propias de los cuarteles militares y los campos de concentración: hacerlos formar filas bajo el sol en el patio, obligándolos a estar quietos y en silencio durante la cantidad de tiempo que se les antojara, o recorrer las filas midiendo el largo del cabello para mandar a su casa a quienes superaban un límite, no dejar por un instante de acusarlos y considerarlos execrables, o simplemente pegarles mientras estaba en fila en la parte posterior de las rodillas con una regla de las que se usaban para el pizarrón.
He intentado con todas mis fuerzas que mis hijos me tuvieran todo lo que me faltó mi padre, pero ellos han respondido con una rebeldía seca y amarga, que me hace sospechar que no estarán a la hora de mi muerte. Un día me enteré de que mi hija menor había ocultado la cantidad de materias en que había fracasado y me agobió la desazón. Me pregunté qué sentido tenía que yo construyera mi vida enfocada en que ellos se fortalecieran y ganaran herramientas que les permitirían desplegar todo lo que tienen dentro. Me sentí abatido, tenía ganas de renunciar a todo.
La tarde de aquel día, en que Buenos Aires se cocinaba en un aire pesado que superaba los 38 grados, comencé el taller de cuentos en el Sanmar, el Instituto de Régimen Cerrado “Gral. San Martín”, donde unos 60 chicos de entre 13 y 16 años están obligados a permanecer sin poder salir porque un juez dictaminó que habían cometido algún delito.

En la biblioteca del Sanmar esperamos a los chicos Loreley, Anahí y yo. Los trajeron dos asistentes y dos guardias de seguridad. Éramos siete adultos para ocho chicos.
Les pregunto los nombres, los pronuncian a regañadientes. Les pido que hablen muy fuerte porque soy sordo. Se ríen, pronuncian más bajo, les digo ¿qué?, ¿qué?, hasta que dicen el nombre claramente. Plantearán la lucha cuerpo a cuerpo conmigo. Cuatro se negarán a escribir, todos a leer, tres se pondrán a dibujar, dos se desparramarán sobre la mesa para dormir, uno se irá a hablar con los guardias, otro no entenderá nada de lo que digo, uno me amenazará. Les anuncio que van a escribir, luego van a leer lo que escribieron y a escuchar lo que otros escribieron. Cada quien a su manera dice: no, no, no.
“Tengo sueño, No escuché lo que dijo porque me fui.”
“Esto es una gilada.”
“No hago lo que usted me dice, hago lo que quiero.”
“No sé escribir.”

Alguien en mi interior desespera. ¿Cómo se hace cuando muchos no quieren, siendo el taller de cuentos una actividad complicada, ardua y difícil aún cuando todos los que participan quieren mucho?
Intento calmarme: resistiendo, están participando. El no es el mejor material de trabajo. Están tomando una posición frente a lo que les propongo. El desafío del taller será labrar la fuerza de la resistencia, convertirla en algo a favor de los pibes y del equipo.

En el resistir de estos chicos hay un reclamo. Anahí y Loreley ofrecen tomarles dictado a dos porque dicen que no saben escribir —Gaby, una de las asistentes, cuando la miro para interrogarle, me hace un gesto rotundo para darme a entender que mienten. Los chicos resisten para llamar la atención, o más bien, para llevar mi atención al campo de ellos. Si se lo concedo, habrán quebrantado mi autoridad en la presentación. Pero una autoridad operativa es indispensable para que funcione el taller. Si no tengo autoridad no escribirán, no leerán, no escucharán a los otros. Estaré allí para darles lo que ellos quieren y no lo que les llevo. La forma de que aprecien lo que les llevo es hacerles comprender que es más importante que cualquier cosa que obtengan, porque cedo a la pena de su condición, o porque soy débil, o cualquier otra razón.

He de encarnar autoridad, la ley en última instancia inapelable, porque es la manera de abrir campo a lo que el taller les provoque y lo que ellos hagan con esa provocación. Con lo que les provoque poner en juego imaginación, deseos, subjetividad, miedos, y dejarlo asentado, darlo, exponerse y el juego interno que se arme en la manada.

Este punto es particularmente relevante. Uno de los chicos llegó muy lejos en el trabajo de escribir, pero cuando lo felicité se malgestó. Luego de sorprenderme, entendí que no quería quedar como uno que obedece, alguien que está del lado de la autoridad, un buchón.

Y es natural y comprensible que estos chicos resistan toda autoridad, todo lo que les venga de arriba, de alguien que tiene más fuerza que ellos.
Por un lado, son adolescentes: están en la edad en que deben diferenciarse de los adultos, separarse de ellos. Por otro, están en el Sanmar porque son víctimas de la fuerza de los adultos contra ellos: de los padres, de los parientes y la gente del barrio, de la policía, de la gente de la ciudad, de los jueces, de la sociedad.
¿Cómo habrían de recibir con alegría, con satisfacción burguesa por la cultura, algo que les imponen los adultos, mundo de gente que siempre los venció, doblegó, sometió, abusó de ellos por la fuerza?

Vengo hablando con la directora del Sanmar. Tenemos mucho que aprender de ella en este tema. Mientras la escuché, un día me vino a la cabeza una idea de un lugar remotamente diverso, uno de los libros de Carlos Castaneda. El viejo brujo le explicaba a Castaneda que la razón es muy importante, pero tiende a hacerse tirana y a convencernos de que no hay nada por sobre ella. Se demuestra una verdad por la razón. La razón pasa así de ser Guardián de nuestra mente a ser su Guardia. De protegerla, contenerla y darle un cauce, pasa a regirla, encarcelarla en sus leyes y someterla. Pensé, mientras escuchaba a la directora, que entre el viejo reformatorio punitivo y este, la diferencia es el proceso inverso: va pasando de ser un lugar de condena, humillación y represión, a un ámbito de reconquista de aquello que cada chico tiene de bueno para impulsarlo desde allí. Es un desafío enorme hacer que el Guardia deje de constituir a los chicos como personas peligrosas, réprobos y en cambio entienda que los chicos tienen algo que debe ser cultivado y promovido.

Los chicos se presentan al taller haciéndose espacio. Todos, como manada, y cada uno. Lo hacen a los codazos, a las trompadas, a los escupitajos. Es como saben hacer. Como se hace en una empresa o en la cárcel. Al Mudo, un viejo amigo, lo metieron en la cárcel. Siguiendo la indicación de su madre, que trabajaba en la policía provincial, al instante que entré preguntó quién era el más guapo. Se lo señalaron, caminó hacia él erguido como un pequeño gallito, lo miró hacia arriba y le metió un dedo hasta el fondo del ojo.

Hacerse un lugar es una estrategia básicamente defensiva. Demasiadas acciones de los adultos son ataques, agresiones, abusos: cómo no serían defensivos. Deben serlo, por las dudas, preventivamente cada vez que un adulto les habla, les ofrece algo, los mira.

En un asado, otro amigo, el Gordo, que tenía a cargo un área social del Gobierno, preguntaba para qué, pero para qué, le enseñaban Geografía a los chicos (tenía tres, de entre 5 y 9 años). No había forma de que quisiera escuchar que la educación no era el mero conocimiento, del nombre de un río o de la capital de Ucrania, sino que era mucho más, como saber que se puede saber, o adquirir una cantidad de recorridos de pensamiento.
El Gordo resistía la Educación en bloque, porque era algo que le habían impuesto, doblegándole la voluntad, a los sopapos, para sojuzgarlo y para decirle que era un burro. No le faltaba razón, pero le faltaba entender que el asunto podía no terminar ahí.
En el Taller de Cuentos del Sanmar tenemos que tener la habilidad de imponer la actividad con autoridad indiscutible, aún dándoles la razón de que lo que viene de arriba es veneno. La única forma de que esto salga bien es que todos entendamos que no es veneno.

Escribir tiene un alto valor para el burgués, de quien los chicos del Sanmar instintiva y automáticamente saben que sólo pueden esperar discriminación, castigo, temor histérico y violento. Burgués es el juez que los pone presos, burguesa es la señora que quisiera verlos eliminados. Apenas se rasca un poco en la superficie de los burgueses, aparece una pasión inquisidora por encerrar a los chicos que están en el Sanmar, culparlos, condenarlos.

La oportunidad que tiene el Taller de Cuentos para zafar de esta trampa es convencer a los chicos de que el burgués no debe ser el único dueño de la palabra escrita. Ellos pueden ser Washington Cucurto, Camilo Blajaquis, Enrique Medina. El Taller de Cuentos debe desarmar la mentira rencorosa de que Prometeo fue atado a una piedra y de que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso.

El Taller es para que los chicos aprendan a robar el Fuego. Para que prendan fuego la maldita, ilegal, hija de la delincuencia primera, propiedad privada del Árbol de la Sabiduría. La Manzana no es de ningún Dios: es de todos.

Prometeo, de Ian Soriano.


martes, 28 de diciembre de 2010

Impostor

Los casos de Hernán Firpo y Camilo Sánchez son particularmente curiosos: por algún motivo son personas a quienes el Gran Diario Argentino les permite escribir.

Hernán escribió sobre mí en  http://www.clarin.com/ciudades
/buenos_aires/Apellido-raro-relatos-desesperados_0_398360339.html

Claramente no estoy a la altura del texto.


martes, 21 de diciembre de 2010

Vamos juntos


Inmensas espaldas, pequeñas piernas. Figuras ridículas o conmovedoras. Tan bajos. Bailan con sus hermanos; agregan aparatosas charreteras a sus hombros que podrían cargar troncos de árboles enteros o rocas. Se mueven toscamente al compás más simple de la música, bumbudúm-bum-bum-bum. Mueven pocos los pies, sólo para desplazarse: el ritmo lo bailan con grandes movimientos de los hombros. Los gestos graves. Ni una sonrisa. Todo fuerza, concentración, resistente control. Hay que llegar muy lejos, hay que haber andado mucho para calzarse tan bien y tanto la marca propia como una máscara.
Somos los hombres. Sostenemos las montañas sobre nosotros. Somos brutos. Somos fuertes. Somos feos. Vamos juntos.


domingo, 19 de diciembre de 2010

La plaza liberada


Desde que el gobierno de Macri trabajara 16 meses en la Plaza Houssay para dejarla exactamente igual a como estaba, hace dos años, fue tomada por una serie de tribus. Es extraño que esas tribus no estuvieran antes. Fue como si hubieran surgido a partir de la plaza reabierta para hacer de ella, poco a poco, un territorio liberado. No está mal. No creo que Macri se haya enterado de la liberación del territorio, pero sí la teleaudiencia de Canal 9, C5N, TN y Canal 26, que fueron haciendo notas sobre la criminalidad en Plaza Houssay. Los funcionarios del Jefe de Gobierno Macri émulos de Rodríguez Larreta, los larratitas, como socarronamente les llaman los viejos trabajadores municipales que han visto el desfile de la fauna política a lo largo de décadas, para mostrarse a la altura de las circunstancias, instalaron cámaras preventivas del delito.
A la tarde están los estudiantes de medicina, gente pacífica, algo temerosa —en los últimos meses, sin embargo, me ha asombrado ver que se reunían en un grupo nutrido para jugar a un juego con visos orgiásticos, algo inocentes, pero claramente orgiásticos. Debe ser el espíritu de la plaza, que todo lo lleva para el lado de los tomates.


Van también, en tanda, pasadores del propio perro. Las tandas concurren más a o menos a la misma hora y se cuentan (pero no se escuchan) todo lo relacionado con su perro.
Otros estudiantes van a comprar a los puestos de libros de la plaza las ilegales fotocopias de los libros que les obligan a comprar en la universidad pública y no cuestan menos de 700 pesos.
Distribuidos por diferentes lugares hay padres o madres y sus hijos, todos limítrofes, claro blanco del odio, los chicos, de los dueños de mascotas, todos los demás, del odio general.
Rezago de la implosión social del 2001, hay vendedores de antigüedades (aros, libros, candelabros, juguetes, pulseras y una galaxia de objetos irreconocibles, sólo reconocibles como antigüedades). Como en otras plazas, exponen sus mercaderías sobre una tela extendida en el piso de cemento.
Sobre la calle Uriburu están desde el atardecer las familias de cartoneros, que se instalaron cuando sacaron el Tren Blanco en el que llevaban todos los días lo que recolectaban hasta las villas miserias del Conurbano, José León Suárez, José C. Paz y otras.

 

Comencé a vivir frente a esta plaza poco antes de la guerra de Malvinas. Recuerdo que a la noche no encendían las luces. No bombardeen Buenos Aires. Terminada la guerra, en retirada los militares del gobierno, la primavera democrática habitó la plaza Houssay. Fumábamos, pasábamos la noche allí, tocábamos la guitarra, cantábamos canciones de Lito Nebbia, Fito Páez y Silvio Rodríguez. Aquello fue un anticipo del actual estado abierto.


Hoy las estrellas de la plaza son los skaters. Cientos. Chicos y chicas. Los hay de más de 30 años y los hay de 11. Pacíficos: no atropellan a nadie, no molestan a nadie que pasa, ensucian pero no demasiado. Sí exigentes: quieren una pista de skate. Una vez cortaron el tráfico abigarrado como un río de pesado barro de la avenida Córdoba a las cinco de la tarde para demandar que se la construyeran. Bastante uniformados de atorrantitos con zapatillas bajas sin medias, holgada bermuda larga, remera tres talles más grande y gorra de visera larga y mandada para atrás, llevaban pancartas que decían SKATEPARK NOW!, FREE SKATE, S.K.A.T.E., PATEADA POR UNA PISTA PÚBLICA, WE ARE BEST TRICK. Los automovilistas que pagan sus impuestos estaban jaqueados entre la furia asesina y el desconcierto total. Aquella manifestación fue muy arriesgada, importó el peligro de que los desalojaran de Plaza Houssay. No se repitió; en cambio, los skaters fueron adaptando las instalaciones de la plaza a sus necesidades. Dieron vuelta los bancos de cemento y han ido instalando todo tipo de plataformas para sus piruetas asombrosas.


Para darle un poco la razón a la televisión, hay una esquina bastante peluda, donde se han aquerenciado las víctimas de todas las miserias, incluida la de ellos mismos: borrachos, adictos a cualquier cosa, camorreros con cualquiera que pasa, con todos los que ven, en franca guerra con los libreros, quienes exigen su exterminio.


Una tribu muy particular pasa raudamente por la plaza hasta meterse en su lugar propio, el lugar más dedicado y exclusivo: la pequeña iglesia de San Lucas, enclavada en medio de la plaza (desde 1881 había ocupado la manzana el antiguo Hospital de Clínicas, cuyo estilo berlinés determinó un diseño de pabellones rodeados de jardines. Trabajaron allí luminarias de la medicina argentina, Ignacio Pirovano, Luis Güemes, Abel Ayerza, Luis Agote, Alejandro Posadas, José Ingenieros, Enrique Finochietto. Empezaron a demolerlo en el 75 y la dictadura hizo una plaza de puro cemento, entendiendo que eso era la modernidad, y conservó la pequeña capilla). La tribu está hecha de personas muy limpias y correctamente vestidas. Son los católicos de la Pastoral Universitaria y los vecinos que concurren a misa. No sólo desaparecen rápidamente dentro del edificio de la iglesia, sino que los larratitas, por las dudas de que las hordas tengan la ocurrencia de invadir el espacio sagrado, lo rodearon de rejas.


En un sector de gradas descubrí un día que jugaban al vóley. Espacio liberado al deporte; la gente finalmente usurpa el espacio público para hacer lo que las autoridades deberían hacer y no hacen. Un domingo vi de lejos que la gradería estaba muy poblada de familias que observaban un partido casi profesional. Estaba todo muy bien organizado: habían agujereado el piso para clavar los postes, la red estaba perfecta, había vendedores de refrescos y de comida, había referí con pito. Los equipos eran mixtos, aunque de un modo algo extraño, porque las mujeres parecían mandar y eran tremendamente fuertes y grandes, la mayoría más alta que los hombres. Además, noté que uno, dos, quizás tres de los muchachos, eran homosexuales. Mientras los iba contando comenzó a crecer una sospecha en mí, que vi confirmada al instante: las mujeres eran travestis. Todas. Remataban dando unos saltos enormes y pegándole a la pelota unos manotazos que explotaban sonoramente y mandaban la pelota como una bala de cañón. Eran todos unos jugadores o jugadoras fenomenales. Las mujeres-mujeres estaban en las gradas, con sus chicos y sus hombres. Me impresionan mucho los travestis; cuando veo uno me quedo como hipnotizado y no puedo dejar de mirarlo. Aquello era como una feria de travestis en gran despliegue. Sentí un júbilo que se expandía en el fondo de mí, lo que siento cada vez que soy testigo de un acto de liberación. Me senté con el público y entonces me sobrevino la respuesta a una segunda sospecha que me daba vueltas. Todos sin excepción, todos y todas, tod@s, eran peruanos. El asunto requería cada vez más explicaciones. ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿Dónde vivían? ¿Eran una comunidad? ¿Qué relación había entre las familias y los travestis, que aparentemente carecía del todo de conflictos? Cuando intenté sacar fotos del partido y comencé a hacer preguntas para responderme esas preguntas, se me presentaron dos muchachos, mirándome fijo la cámara y preguntándome quién era yo. Les dije que era uno cualquiera, que anda por donde quiere y se pone a sacar fotos a lo que se le antoje, casi diciéndoles it's a free country, pago mis impuestos, pero no me escucharon y se me pusieron muy cerca, y seguían con la pregunta de quién era yo. No había forma. Las tribus urbanas tienen eso, también, que deben saber defenderse.

 

martes, 14 de diciembre de 2010

Pareja de indios

Fragmentos de Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux:

Al cohabitar con su mujer el hindú piensa en Dios, del cual ella es expresión y partícula.
Qué hermoso tener una mujer que lo entienda así, que despliegue la inmensidad sobre el pequeño pero tan turbador y decisivo sacudón del amor y sobre ese brusco y gran abandono.
Y esa comunión en lo inmenso en un momento tal de placer compartido, debe ser, en verdad, una experiencia que permite mirar la gente cara a cara, con un magnetismo que no puede retroceder, santo y lustral a la vez, insolente y sin miedo (…)



Su mujer lo adora. No come con él. El, por su lado, adora a su hijo, y no tienen ese aire de macho y hembra que se ve en Europa en la mejor sociedad y que es el honor de nuestro tiempo. Llama a su hijo papá. Y a veces, deliciosa sumisión, mamá.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Mi hijo X fiAdo


Tenemos este grupo X fiAdos que se dedica a crear un arco voltaico entre dos tipos de grupos. Por un lado, personas alojadas en hogares, paradores nocturnos, institutos, por la fuerza de la ley o por la fuerza de la injusticia social: personas con trastornos psiquiátricos o físicos, chicos, viejos, personas que no tienen dónde vivir.
El otro tipo de grupo son bandas de música.
A los primeros la música, especialmente la música en vivo, el recital, les hace bien, porque el arte anima, sacude, pone nuevos sentidos que sirven para cambiar la perspectiva de la vida que uno tiene. A los músicos les aporta realización, justificación a su música y su vocación, que aquello que les gusta hacer en la vida tenga esos efectos en otras personas.
Lo que hace X fiAdos es juntar los dos términos, organizando recitales en los lugares donde la gente está alojada.
X fiAdos surgió de un grupo de amigos. Los que se sumaron se fueron haciendo amigos también. Queremos conservar eso. Creemos que la mejor manera de hacer lo que estamos haciendo es consagrando valores como el compromiso social y la amistad.

Invité a X fiAdos a mi hijo Fernando, que tiene 20 años. No es propiamente mi hijo, pero en parte lo es. Me interesa aclarar esto; no es un tema personal, sino de X fiAdos y de las personas a las que X fiAdos toca.
Tengo cuatro hijos, de los cuales Fernando y Santiago son hijos del matrimonio anterior de la mujer con quien me casé. Otra hija, Matilda, es una suerte de caso opuesto porque sí es mi hija biológica pero no la crío. Sólo Irina lleva mis genes y mi crianza, pero cuando me preguntan cuántos hijos tengo no digo una, ni tres, sino cuatro. No es estrictamente verdad, pero tampoco es verdad que Santiago, Fernando y Matilda no son mis hijos. He acabado resolviendo este embrollo entendiendo que la paternidad no es un sustantivo sino un verbo. Se es menos padre de una vez para siempre que cada vez que se actúa como padre. Es en este sentido que me interesa ser padre de Fernando al hacerlo participar en X fiAdos.

Fuimos juntos al Sanmar, lugar adonde se alojan por orden de un juez a chicos de entre 13 y 16 años que cometieron delitos. No es una cárcel, pero no pueden salir, ni siquiera circular con libertad por todo el edificio. Los diferentes sectores están separados por rejas, las aulas tienen puertas con rejas, las habitaciones están cerradas con rejas. Naturalmente, los chicos están pagando culpas de otros, de quienes son responsables del aberrante delito general de la injusticia social. Ni uno de esos chicos estaría allí si hubiera nacido a otro sector social que el de los pobres. Claramente no son victimarios, sino víctimas. Muchos están cargados de ruina —la violencia en sus casas y barrios, y de muchos en las calles de la ciudad, la droga, la malnutrición— y sin embargo la fuerza de la simiente de la generación y la regeneración palpita casi violentamente en ellos como en el árbol joven en el arranque del verano. La vitalidad que los hace vivir está dispuesta a todo para sobrevivir e imponerse, y entonces uno siente que hacer algo con ellos dará fruto. En otros, el arte es más paliativo, o reflexivo, e incluso revolucionario, pero en los chicos del Sanmar uno siente que puede ser cauce de la fuerza constitutiva que pese a todo corre por ellos como un tropel de caballos.
He llevado a Fernando ante esos chicos y Fernando se ha visto ante el poder de hacer algo para cambiar la realidad. Llevamos en Argentina décadas de doblegamiento de eunucos: no se puede, los poderosos son inabordables, hay que ceder, es mejor adaptarse, Felices Pascuas. Pues quizás algo esté inclinándose hacia el otro lado. Los chicos lo han medido a Fernando, que tiene casi su edad; lo han mirado descarada, desafiantemente, le han preguntado qué hace, y él ha podido comparar su vida con la de esos chicos, y luego ha podido entender que ellos están en problemas y que él puede hacer algo al respecto. Y en la autocelebración de X fiAdos, Fernando entendió también lo mucho que lo fortalece y mejora a él dar una mano.
Fernando también se podrá comparar con sus amigos y otros muchachos de su edad y contrastar claramente ahora las opciones de decidir hacer para cambiar la realidad con una barra de románticos trasnochados y a favor de unos que están en problemas, o la de aceptar pasivamente vivir la vida que le ponen adelante en la tele, ser hijo de las circunstancias.
Ese contraste es lo que puedo legarle a Fernando, y en eso soy su papá.


sábado, 11 de diciembre de 2010

La historia única

 — El hombre que paga a una prostituta viola a la mujer, no con la fuerza física, sino con la fuerza del dinero, abyecto precipitado de la injusticia con que se distribuyen los bienes en una sociedad.

 — Es cierto. Pero cuidado con la historia única, que encierra no sólo el peligro de la simplificación, sino el de dejar fuera todo lo que no entra en su fórmula.



martes, 7 de diciembre de 2010

Miseriocordioso Caravaggio


Hay un cuadro gigante de Caravaggio, que es el telón de fondo de todo el altar de la iglesia de Monte Pío de la Misericordia de Nápoles, con un tema encargado por algún arzobispo que lo mantenía: las siete misericordias. Una de las misericordias es visitar a los presos, otra, alimentar al hambriento. El animal de Caravaggio, animal sanguinario, que estaba en Nápoles porque como territorio español era refugio de todos los malandrines de la península y Caravaggio acababa de matar a un tipo porque se peleó jugando al tenis, ese animal va y sintetiza dos misericordias pintando una mujer que visita a su padre en la cárcel y lo alimenta dándole la teta. ¡La misericordia tétrica!


miércoles, 1 de diciembre de 2010

Sin impulso


Al hindú no le encanta la gracia de los animales. Más bien los mira de reojo.
No le gustan los perros. Los perros no son reservados. (…)
El hindú aprecia la sabiduría, la meditación. Siente afinidad con la vaca y el elefante, que existen para adentro, que viven de algún modo retirados. Al hindú le gustan los animales que no dan las «gracias» y que no hacen demasiadas cabriolas.
(…)
El camello, para los orientales, es muy superior al caballo; un caballo al trote o al galope, tiene siempre el aire de hacer sport. No corre, se agita. El camello, al contrario, adelanta con un paso armonioso.
A propósito de vacas y de elefantes, tengo algo que decir. No me gustan los escribanos. Vacas y elefantes: animales sin impulso, escribanos.

Fragmento de Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux