Arranco hoy con la crónica de un viaje que hice recientemente a Villa Pehuenia, provincia de Neuquén.
1. Mientras tanto el Cielo
A cada paso por la notable Patagonia lo detiene a uno una visión que le hace pensar “¡Dios mío, qué lugar para vivir!” La vista queda extasiada, los pulmones llenos del mejor aire que respiraron, el cuerpo se siente bien y sobre todo, el sentido de la maravilla está en un estado de fiesta. El planeta Tierra es maravilloso en la remota Patagonia.
Se ha sentado uno en un tronco caído, apoyado en la cima de un cerro. A sus pies tiene un lago planchado, en el que los árboles de la otra orilla se reflejan con extraña nitidez. Hacia el sur el lago se pierde más allá del horizonte, entre islas de piedras y sobrecargadas de árboles oscuros. Enfrente hay unas lomas suaves que trepan hasta unas sierras redondas y detrás asoman, a una distancia enorme, los picos nevados. Están hechos de colosales rocas afiladas. Son los gigantes emperadores de la cordillera, los que discuten de igual a igual con las tormentas más brutales, los vientos indómitos y los fríos más despiadados. Confirman que existen los gigantes que batallarán hasta el fin de los tiempos.
En un radal cercano se persiguen dos pajaritos negros con el pecho blanco. El sol los ilumina y ellos pían y juegan al amor. Uno siente que esto es el Cielo e inmediatamente tiene la certeza de que al morir no será premiado con un lugar tan conmovedor como este. Piensa entonces que no verá el Paraíso de nuevo y toma la decisión de quedarse en la Patagonia. Me quedaré en el Cielo hasta que muera.
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